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En esta escena de la película «Surcos» se observa cómo funciona la xenofobia. En ella, dos inmigrantes recién llegados buscan empleo en un Madrid garbancero y siniestro que, pese a todo, se antoja más provechoso que el campo que lo rodea. Delatados por su comportamiento, no tardan en convertirse en blanco de los parados locales, que ven en ellos una amenaza para encontrar trabajo.
No deja de ser curioso que el personaje más incisivo con los protagonistas tenga un marcado acento foráneo, haciendo notorio un origen que él mismo confiesa entre dientes tras ser reprendido por un testigo. Cuando llega su turno ante el mostrador, el hombre beligerante manifiesta ante el funcionario la misma profesión y apellido que sus predecesores oriundos del campo, aunque en un último arresto de orgullo vano, trata de desmarcarse de ellos diciendo que nada los une, aunque lo parezca.
Lo más curioso de esta muestra de xenofobia es que el «otro» al que se rechaza no es un extranjero, sino un ciudadano del mismo país. No solo eso, es una persona con rasgos prácticamente idénticos desde el punto de vista sociológico, cultural y geográfico. Ese «otro» en realidad no es tal, sino la imagen que de sí mismo tiene el protagonista, distorsionada por el prejuicio y la competencia ante unos recursos escasos.
Visto con perspectiva, se nos antoja ridículo que gentes tan parecidas traten de destacar sobre sus iguales. Cierta condescendencia intelectual nos impele a decir «pero no veis que sois todos lo mismo?». Ante los ojos etnocentristas del español medio, en esa imagen no hay inmigrantes ni xenofobia, solo miseria moral.
Sin embargo, el mecanismo mental subyacente en este rechazo al recién llegado es justamente el mismo que lleva a muchos a pronunciarse hoy en día contra la gente venida de otros países. Haciendo gala de igual desmemoria que el personaje que espera su turno en la fila, son muchos los europeos y occidentales que olvidan (puede que intencionadamente) que, no hace mucho, sus propios conciudadanos los maltrataban de forma muy parecida a cómo ellos reciben hoy a los extranjeros.
Desdibujada por la llegada de contingentes de otros países, la inmigración interpeninsular fue un choque étnico y cultural cuyo reflejo podemos ver todavía en el diccionario de la Academia Española, donde «gallego» conserva su carácter de insulto y «xarnego» o «maketo» ponen nombre al desprecio causado por ciertos foráneos. No es casual que el desclasado protagonista de «Últimas tardes con Teresa», crónica eterna de este fenómeno, sea denominado genéricamente como «murciano», sin importar demasiado si es ése su origen exacto.
Este rechazo al connacional no es patrimonio exclusivo de nuestro entorno, pues en la próspera California posterior a la Gran Depresión, ser un «Oakie» era tan peligroso como ser negro, por más que Oklahoma tuviese la piel tan clara como el polvo que desolaba sus campos de tierra seca. Es esa mezcla de miedo ante los iguales y la miseria la que refleja Steinbeck en «Las uvas de la ira», una desdicha contra la cual seguirá peleando Tom Joad mientras siga teniendo motivos.
Parece claro que lo que causa el rechazo hacia el otro es el miedo, la incertidumbre ante la propia debilidad y los complejos que ésta genera, que tratan de camuflarse por medio de renovadas identidades y a veces incluso violencia.
En el contexto actual de inmigración masiva a Occidente, una herramienta ante estos temores es defender la cultura propia frente a las nuevas aportaciones, que son contempladas como amenazas. Éste sería un buen argumento si las sociedades prístinas que se defienden en su lugar tuviesen base real, pero películas como «Surcos» nos demuestran que no es así.
En esta impagable crónica de una España aún sin «contaminar», vemos que el nivel de sectarismo y guetización cultural es exactamente el mismo que el de la actualidad pese al carácter relativamente homogéneo de la población de entonces, y que los prejuicios hacia los nuevos vecinos son tan similares a los de ahora que nos dejan de piedra si los oímos de viva voz: vienen a quitar el trabajo a la población local, son rechazados por sus costumbres arcaicas, la vulnerabilidad empeora su situación laboral y, desde el principio, asoma con claridad el camino fácil que esquiva la ley y con frecuencia conduce al delito. En ese sentido, resulta estremecedora por su paralelismo con el presente la escena de los vendedores ambulantes que esconden su mercancía y corren al ver a la policía. Conforma una imagen de gran justicia poética.
Me gusta este tipo de documentos, ya sean películas, libros o canciones, porque son crónicas contemporáneas de una realidad no edulcorada. «Surcos», rodada en Madrid en el año 1951, refleja la realidad fidedigna de quien denuncia aquello que quiere cambiar. Si no fuese verídico, no cumpliría su cometido, por eso se cuida muy mucho de exagerar o de caer en el costumbrismo. Tampoco incurre en los vicios contemporáneos de la impostura y la corrección política, defectos ambos que limitan tanto la producción cultural de hoy en día como las directrices censoras de las dictaduras más férreas.
«Surcos» nació bajo una. La tiranía franquista eliminó una escena final que limó ligeramente las conclusiones, pero no pudo coartar la crítica implícita a lo largo de todo el filme. Quizás el hecho de que su director y guionistas (uno de ellos, el luego célebre escritor Gonzalo Torrente Ballester) fuesen falangistas del área dura ayudó a que el régimen fuese más permisivo. Seguidores de la corriente social-revolucionaria encarnada por Manuel Hedilla, solo estos fascistas acérrimos podían darse el gusto de criticar al franquismo en público. En un curioso viraje ideológico, la facción sindical de este grupo acabaría integrándose en la CNT, recorriendo un camino tan circular y perfecto como el de sus compañeros carlistas llegados a Izquierda Unida o los judíos ultraortodoxos del Neturei Karta, que preconizan la destrucción de Israel y acuden con neonazis a los simposios antisemitas organizados por el Irán de los ayatolás.
El grueso de la película está ubicado en un Lavapiés que, colores e idiomas al margen, ha cambiado poco desde entonces en lo socioeconómico; un Lavapiés tradicional y agreste tan montaraz, pese a lo urbano, como las cuestas que aún lo recorren y le pusieron nombre, llenando el suelo con lodazales que resbalaban ladera abajo y «lavaban» los pies a sus habitantes.
Son muchos los que hoy invocan un Lavapiés arcano y tradicional que no conocieron, con rasgos reelaborados desde el presente y anacronismos. No dudan en darle formas más tolerantes con los de afuera, pero imponen en otros casos unos corsés tan firmes que incapacitan a otros, usando argumentos tan discutibles como la tradición.
Sirva el ejemplo de esta película para mostrar que Arcadia no nos inspiraría si la pudiésemos ver entera, sin filtros ni planos seleccionados. Arcadia lo es porque siempre fue imaginaria.