Hay pocas cosas más brit que tomar el té en taza de porcelana. Que los ingleses beban ginebra sola o cerveza tibia no nos sorprende, después de todo su plato estrella son las patatas fritas, pero nos cuesta más comprender por qué idolatran el té.
Aunque el etnocentrismo nos lleve a ver las costumbres ajenas con cierta distancia, lo cierto es que todo tiene una explicación. Incluso el té con leche de los británicos.
Su relación comienza a mediados del XVII, cuando la aristocracia empezó a tomarlo para mostrar status. Ese brebaje podía saber a rayos desde que lo inventaran los chinos tres siglos antes de Cristo, pero era exótico y caro, razón de más para consumirlo en público. Invitar a los conocidos a degustarlo no solo era una excusa idónea para enseñar la casa, también servía para ponerse al día y cotillear.
Era una forma de sociabilidad doméstica que no entrañaba peligro y permitía mostrar galones, ya que la confluencia de tés asiáticos, vajillas chinas y azúcar de las Antillas no solo era una muestra de poderío, sino que resumía el Imperio Británico y lo llevaba al salón de sus súbditos.
Este clasismo también explica el escaso aprecio de los ingleses por el café, al que consideraban muy main-stream. Ya se bebía en Al-Ándalus desde el Medievo, y aunque conoció un nuevo impulso gracias a las colonias americanas de España, a los ingleses solo les preocupaban las suyas y en ellas se cultivaba té.
Sin embargo, los ingleses no introdujeron el té en Europa. Lo hicieron los portugueses en 1498 tras alcanzar la India, pero el invento pasó sin pena ni gloria hasta el XVII, cuando Holanda lo puso de moda tras su expansión por Extremo Oriente. En cuanto a Inglaterra, miraba a unos y otros con la intención de quitarles todo. Mientras llegaba el momento, les fue copiando lo de tomar el té.
Para principios del s.XVIII, su consumo se había extendido ya a las clases medias y populares, siempre dispuestas a imitar a la aristocracia. En el caso de los trabajadores, el té no era solo cuestión de estilo, sino de pura supervivencia. En un momento en el que el alimento era escaso, el té ayudaba a sobrellevar el trabajo, aunque fuese por algo tan simple como hidratarse. En este sentido, el recurso a bebidas alcohólicas estaba vedado en el ámbito laboral, y aunque hoy suene raro, algo tan básico como el agua no era la opción más recomendable. Transmisora de enfermedades intestinales que con frecuencia causaban la muerte, nuestros antepasados huían de ella en cuanto podían, salvo que fuese muy clara su procedencia. En busca de alternativas, el agua hervida garantizaba salubridad, y aunque entonces se ignorase el motivo, no se sabía de nadie que hubiese enfermado por beber té.
Lo malo del agua hirviendo es que deterioraba los recipientes de barro que usaba el proletariado: los cuarteaba y hacía añicos. A los ricos no les pasaba porque bebían en porcelana, pero la clase trabajadora tuvo que inventar algo para evitar arruinarse comprando tazas. La solución fue echar antes un poco de leche para evitar que el té hirviendo entrase en contacto directo con el envase. Ya de paso, se mejoraba el sabor y ganaba público.
Por último, el tópico más asociado al consumo de té en las islas es el horario. La mayoría de eventos se programaban para las 5 porque era la mejor hora para llenar las tardes ociosas de la nobleza, que convirtió la puntualidad en otra señal de status asociada a la posesión de relojes mecánicos, entonces un bien escaso. Más adelante, el tópico se extendió a los británicos en general, aunque ello se debiese más a los horarios impuestos por la industrialización que a un rasgo propio de su cultura.
En síntesis, el ritual del té concentra los valores más arraigados de la Inglaterra tradicional, pues mezcla origen aristocrático, dominación colonial, arraigo doméstico, virtud y seguridad. Todo el Imperio en solo una taza.