The Warriors es una de las pelis de referencia de esa época tan conflictiva que fueron los últimos años 70 y principios de los 80. Azotados por una pandemia de droga de dimensiones desconocidas y por un sistema económico que estaba inmerso en uno de sus recurrentes «ajustes», los jóvenes de aquel tiempo causaron y padecieron una de las épocas más violentas en lo que a delincuencia común se refiere.
Eran los años del punk y del cine quinqui, reflejos de un descontento global que, con ciertos matices geográficos y culturales, constituían versiones de un mismo tema. De este cóctel de drogas, violencia y falta de expectativas surgió un producto típico de esos años que adquirió tintes de grito generacional desgarrado. Hablamos, como no, de las bandas formadas por jóvenes delincuentes.
El «cine quinqui» reflejó el submundo de las pandillas en la España de los 70 y 80.
El fenómeno no es exclusivo de esa época, ni siquiera fue entonces cuando surgió. La agrupación de jóvenes agresivos contrarios al orden establecido es algo tan viejo como las sociedades organizadas y ha dado ejemplos curiosos desde hace siglos. Un episodio histórico tan complejo y a gran escala como el de las Cruzadas no fue sino el remedio propuesto por el poder político del momento para acabar con los jóvenes díscolos que saqueaban la cristiandad.
Jóvenes, insatisfechos y educados para creerse el centro del mundo, los segundones empobrecidos de la nobleza europea se dedicaban a saquear los campos y a pelear entre sí para labrarse fama y fortuna. Hartos de sus desmanes, los dueños de las empresas (léase feudos y monarquías) elaboraron un plan de choque. Con el apoyo del establishment, el papa Urbano II anunció su versión medieval de la Guerra contra el Terror, que consistió en exportarlo bien lejos de sus fronteras. Con mano izquierda, le dijo a los díscolos que no quería peleas en su local, que para eso estaba la calle y encima los invitaba a una ronda si se marchaban. Así lo expuso en Clermont-Ferrand (1095), en un concilio tranquilo que también apoyaron los sindicatos. Acto seguido, los jóvenes disolutos se fueron a Tierra Santa, donde pudieron buscar jaleo sin molestar a nadie.
Por suerte, la juventud airada no siempre armó tanto lío y la solución a sus cuitas se limitó a la aparición de bandas y agrupaciones con reglas propias distintas a las impuestas por el sistema. Una de las primeras del mundo reciente nació también en la Francia excluida, cuando el proletariado urbano del XIX asistió al nacimiento de los apaches, quizás la pionera entre las subculturas juveniles contemporáneas. Ya a mediados del s.XX, proliferaron alternativas como los teddy boys, los rockabillies, los mods o los skinheads, que convirtieron a aquel momento en la Edad de Oro de las culturas urbanas.
«Apaches» franceses a principios del s.XX
Para finales de los años 70, la ebullición de dichas culturas contó con los dos ingredientes interrelacionados que ya se han nombrado antes: la droga y un empeoramiento estructural de las condiciones de vida de la clase obrera y el lumpen-proletariado. En este contexto de degradación, violencia y falta de empleo, la delincuencia alcanzó cotas desconocidas y en ella las pandillas jugaron un papel clave por lo que tenían de sucedáneo de instituciones tradicionales como familia o Estado.
The Warriors es quizás la película que más difusión ha tenido a nivel mundial de entre las que retratan este universo de pandilleros, si bien lo aborda desde una óptica ligeramente distópica que pone más el acento en entretener al público que en el análisis sociológico. En otras palabras, la película no trata de ser realista ni analiza en serio el problema, pero sí lo plantea en unos términos que, aunque exagerados, lo hacen reconocible por todos.
Con Nueva York como Babilonia del s.XX, la urbe por excelencia es buen escenario para el pecado y el descontrol, que corre a cargo de una alianza de bandas que se conjuran para tomar el poder e imponer sus reglas.
Tras este típico planteamiento con la amenaza del mal como leit motiv se esconde una obra con un trasfondo literario que nos remite a la Grecia clásica; y es que, aunque no lo parezca, el film al que nos referimos está basado en la novela homónima de Sol Yurick (1965), que es a su vez una adaptación de la Anábasis de Jenofonte, un historiador, militar y político ateniense del s.IV a.C.
Swan, líder de los Warriors (izquierda) y Jenofonte (derecha).
La obra original, también conocida como La marcha de los Diez Mil, narra la expedición de un grupo de mercenarios griegos a Persia para luchar a sueldo de uno de los candidatos al trono del Imperio Aqueménida. Lamentablemente para sus intereses, su candidato murió en batalla, por lo que se quedaron colgados en medio del Éufrates. Puede que el promotor que les buscó ese bolo tan lejos ya no estuviese vivo, pero ellos habían tocado y querían cobrar su parte. Como no les había dado tiempo ni a despeinarse, los griegos seguían siendo un enemigo temible, por eso los persas llamaron a su solista para hablar de dinero. Cuando Clearco llegó ante ellos, los persas se lo cargaron.
Sin líder, sin pasta, lejos de casa y en un territorio hostil, los mercenarios nombraron a un comandante nuevo que lideró el regreso tras un rodeo a través del Tigris. El nuevo jefe no fue otro que Jenofonte, equivalente del Swan de los Warriors y héroe juicioso de esta epopeya. En la película, Swan se convierte en líder ocasional de los suyos tras un episodio de traiciones e intrigas que los convierte en proscritos. Perseguidos por otras pandillas, debe llevar a la suya de vuelta a su territorio de Coney Island, en la otra punta de Nueva York.
En la vida real, los griegos sufrieron bastante más para llegar a casa, pues los Warriors apenas se recogieron en una noche intensa tras la que vino un final feliz. No fue el caso de los helenos, a los que no abrían las puertas de las ciudades griegas que los veían llegar. La imagen de miles de mercenarios fieros y endurecidos no era agradable ni para sus paisanos, que les tenían el mismo miedo que a los odiados persas.
Ruta seguida por los Diez Mil durante la Anábasis
En cuanto a Jenofonte, alter ego de Swan, era tan comedido como el protagonista de la película, y esa fue la característica por la que pudo vivir y contarlo. Lo hizo en Esparta pese a que él mismo era ateniense, pues no apoyaba al gobierno de su ciudad y se instaló sin más en la polis vecina. Sus compatriotas lo denostaron y expropiaron sus posesiones mientras lo señalaban como traidor. Pasado el tiempo, las aguas entre Atenas y Esparta volvieron a cauces normales y Jenofonte fue invitado a volver a su polis de origen, pero ni antes ni entonces tuvo interés alguno en hacerlo. Murió y fue enterrado en la que consideraba su tierra, la misma en la que había vivido durante años y a la que volvió tras la epopeya que él mismo puso el nombre de Anábasis.
Tanto su obra como The Warriors terminan frente a un mar en calma, en lo que constituye una imagen con un enorme valor simbólico. Si los pandilleros de la película respiran de alivio al ver las playas de Coney Island, los mercenarios griegos, tras meses de rutas enrevesadas por desiertos y montañas hostiles, gritan emocionados al ver las aguas del Ponto Euxino. Desde un otero lejano se frotan los ojos y corren diciendo:
-Thalassa, thalassa!*
*(el mar, el mar!)