Un Wembley abarrotado de jóvenes atildados con traje estrecho, música vanguardista en la retaguardia y cerveza sin restricciones; una época efervescente donde confluyen el hedonismo y las utopías; un campo lleno de futbolistas broncos donde también florecen artistas reconocidos. Rugen las gradas, hace calor. Es sábado, 30 de julio, 1966. Final del Mundial de Inglaterra. Que empiece a rodar el balón!
Arranca el partido más deseado por los ingleses, los inventores de todo esto, un fútbol que regularon hace cien años, algo más para ser exactos. Desde que le pusieron un reglamento nuevo para diferenciarlo del rugby, la cosa se ha desmadrado un poco. Ya no se juega solo en clubes de caballeros y en las colonias, donde los militares y obreros de multinacionales han difundido el invento para sorpresa de los indígenas (léase población local, ya sea en Rhodesia o las minas de Riotinto).
Ahora el balón lo controlan los extranjeros, no ya en Europa, sino más lejos. Los alemanes y hasta el Telón de Acero tienen laureles más verdes que los británicos, con tipos impronunciables que juegan como los ángeles. A veces incluso abusan y humillan a los ingleses, llegando a sus templos a profanarlos con goleadas severas. Húngaros, jugadas de equipo, un marcador con media docena (mucho ha llovido desde el 53). No llegan cetros continentales.
Stanley Rous, presidente inglés de la FIFA en 1966. Su sombra planea sobre la victoria de su país en el mundial de ese año.
Pero, a nivel mundial? La cosa es peor si cabe. Los sudamericanos se han adueñado del espectáculo, con negros y todo en muchos equipos. En Inglaterra ni siquiera les dejarían jugar. Al otro lado, depende. Los clubes más blanquecinos, formados por inmigrantes (en este caso europeos), restringen el juego para los suyos, pero es distinto en la selección. Para traerse el Mundial a casa valen hasta las trampas, así que dejan de lado las razas y los remilgos. Con esas cartas sobre la mesa, los uruguayos son campeones por duplicado, con capitanes rectos como Varela, que aún siendo negro, tiene más copas que toda Inglaterra. También suenan los brasileños, donde otro preto maravilloso empalma goles como rosquillas. Se hace llamar Pelé.
Lo que los campos no han dado a Inglaterra, tampoco lo dan los despachos. Tras años de monopolio, el s.XX amanece con un organización internacional para cribar el fútbol, que ya es un asunto importante a nivel global. Nace la FIFA y con ella los intereses, las discrepancias y el río revuelto donde prosperan los pescadores aviesos. Allí se decide qué, quién, cuándo y dónde, y encima manda un francés. El tal Jules Rimet no habrá inventado el fútbol, pero es posible que se lo crea, porque la copa de campeones lleva su nombre. Es un trofeo estrecho y menudo, que lo disputen los segundones.
Eso al principio, después Inglaterra se sienta a la mesa. Cuando comprende que el mundo del fútbol había matado al padre, asume su rol gregario y pide cartas como uno más, aunque murmura algo entre dientes. Pasado un tiempo, recapacita: queremos organizar un Mundial! La excusa son los cien años (y pico) desde que inventaron las reglas, el documento que esgrimen ante las dudas. Pasado el tiempo y con las vitrinas secas, es el momento de consagrarse
Un bobby custodia el vacío dejado tras el robo de la Copa Jules Rimet
El espectáculo correrá a cargo de un anfitrión afamado: Satnley Rous, ex-árbitro, sátrapa de la FIFA e inglés por encima de todo. Moviendo unos cuantos hilos, se lleva el torneo para su casa. Y no solamente eso, en pocos meses sus compatriotas tendrán algo más.
En medio de todo ello, un susto morrocotudo: el 20 de marzo, alguien roba el trofeo de Campeón del Mundo, la copa Rimet que se expone en Westminster. Por suerte para el conseguidor Rous, un perro llamado Pickles la encuentra tras un arbusto. En adelante no quiere más contratiempos.
Rous se encarga de ello desde el despacho, donde reparte a los suyos con instrucciones precisas: jugamos en casa, no me podéis fallar. Lanza ofensivas en varios flancos y empieza por el silbato, que es el que más domina. Aunque las normas dicen que los países participantes aportan dos árbitros por cabeza, en Inglaterra se exceden y envían siete, más dos de Irlanda y Escocia por lo que pueda pasar. La prensa mundial lo destaca.
Los colegiados actúan precisos: cumplen a rajatabla. Dejan que Hungría saque a patadas del campeonato a un Pelé decisivo que acaba cojo y eliminado como su equipo. El golpe de gracia lo da Portugal, que aparta a una gran amenaza. Aún quedan otras, por eso cuando toca el reparto arbitral de la siguiente eliminatoria, el presidente Rous se encarga de convocar a los colegiados con solo un día de antelación. Cuando los árbitros llegan a su destino, el sorteo ya ha terminado.
En medio de tales muestras de opacidad, Alemania descabalga a los uruguayos con un gran papel de Jim Finney, un árbitro inglés que expulsa a charrúas a pares o mira para otro lado, según el caso. Otro rival de peso que se tropieza, aunque sigue adelante Alemania.
Nobby Stiles y Bobby Charlton, polos opuestos de un mismo equipo. Al lado, Uwe Seeler y un joven Franz Beckenbauer, figuras de la RFA
Mientras tanto, Argentina tiene la mala suerte de cruzarse con Inglaterra, lo que equivale a estar desahuciada. El colegiado alemán devuelve el favor de la otra eliminatoria expulsando a Rattin, capitán de la albiceleste que se niega a abandonar el campo alegando que no sabe alemán. Hacen falta quince minutos y un traductor para llevarlo a la grada, a la que accede tras arrugar con rabia la bandera británica que hay en el corner y sentarse en la alfombra roja que se reserva a la Reina y los campeones. Tras la reanudación, un gol inglés en fuera de juego decide quién pasa de ronda.
Al margen de unos escándalos arbitrales que provocan dudas hasta en los directivos de la Federación Inglesa, otra artimaña empleada para ayudar a los anfitriones es el reparto de sedes. Londres es coto privado de los locales, amén de otros detalles como impedir que sus oponentes accedan al terreno de juego antes de los partidos para reconocerlo. Si quieren ver Wembley, que lo hagan por la televisión.
Con estas ayudas y un buen equipo (hay que decirlo todo), Inglaterra llega ante el final boss, una Alemania capitalista que es rival tan solo en lo deportivo. En ella está Franz Beckenbauer todavía sin rango imperial, pero lo gana a pulso con cortes precisos y goles. Es el pichichi de los defensas. En posición avanzada, una estrella rechoncha y atípica: Uwe Seeler, el hombre de las piernas de oro, que lidera con rapidez a los suyos y los convierte en el rival a batir.
Enfrente espera Inglaterra, tan discutida en lo futbolístico como anfitriona y creadora de un espectáculo que quiere recuperar como sea. Presenta un equipo noble en el que brilla sir Bobby Charlton y manda otro Bobby eclipsado por el primero, salvo para los seguidores del West Ham, para quienes el único Bobby es Moore. El resto son futbolistas de oficio y talento escaso, incluídos el goleador Geoff Hurst o Jack Charlton, cuyas limitaciones técnicas hacen que sea siempre «el hermano de».
Gol fantasma de Hurst. Aunque no traspasó la línea de gol, el árbitro lo dio por válido a instancias de su asistente. Está considerado como el error arbitral más decisivo de la historia, pues decidió un Mundial en la prórroga.
Dos escuderos suenan con nombre propio hasta nuestros días, llevando el paso del tiempo con entereza. Está Gordon Banks, portero sobrio al que sus paisanos comparan con el Banco de Inglaterra por su seguridad, aunque puede que no sea tanto porque juega en el Leicester. El otro es Nobby Stiles, un marrullero agreste que se merece una entrada propia. Las que él hace asustan a sus rivales, pues cubre con excesiva garra sus muchas carencias técnicas. En cuanto a las físicas, es bajo, enclenque, calvo, sin dientes y tan miope que no es capaz de jugar a las cartas y distinguirlas. Con su currículum resulta difícil creer que llegue tan lejos, aunque lo hace por poco tiempo. Con 28 años, ningún equipo lo quiere en sus filas. Entre sus logros se encuentran este Mundial de Inglaterra, contribuir a que implanten tarjetas para amonestar a los futbolistas rudos y, pese a todo, ser un tipo adorado por su afición.
Volvemos a Wembley, donde el cuerpo a cuerpo entre los equipos resulta espectacular, legando una final disputada al límite, eclipsada por un error. Quien lo comete es otra vez el árbitro, puede que intencionadamente. El gol de Hurst, el único fantasma del que hay pruebas empíricas, hunde a Alemania en la prórroga y la tumba ya sobre la campana. Con un 4-2 más abultado que justo, Inglaterra consigue lo que quería, pero por medios que siembran dudas y manchan una victoria que pudo haber sido épica.
Wembley ruge más con alivio que con fervor, los jugadores recorren la alfombra roja que los conduce a la Reina. Será Bobby Moore, el capitán eterno del West Ham, el que reciba directamente un trofeo al que mira con incredulidad. Quizás sea un sueño para un chaval de barrio nacido en el metro de Londres, donde su madre se refugiaba de los aviones nazis que lo arrasaban todo durante la guerra. Quizás sea consciente de las ayudas que ha recibido su equipo y que con el tiempo reconocerá hasta el seleccionador. Quizás sea mejor disfrutar del momento con sus compañeros de equipo y dejar que lo lleven a hombros en una fotografía histórica.
Bobby Moore, capitán de Inglaterra, levanta el trofeo de ganador del Mundial del 66