Los Ángeles 1966. Una pandilla afroamericana demuestra actitud y estilo frente a la cámara de la revista LIFE, sintetizando en imágenes los conceptos de subcultura y dandismo obrero.
Parecen un grupo de rude boys, o de ivy leaguers, incluso de mods o skinheads, pero difícilmente podrían serlo dado el contexto y la fecha, pues falta mucho para que surjan los primeros rapados y no es frecuente ver modernistas en California. Pasado el tiempo, Internet convertirá las imágenes en un clásico.
Las fotos salían en un artículo sobre la evolución de Watts a un año de los disturbios. Acompañaban a un texto que resumía los hechos y daba voz a algunos de los protagonistas, en un intento por acercarse a las causas. El marco elegido eran las Torres de Simon Rodia, un grupo escultórico extravagante a medio camino entre los mosaicos del Parque Güell y la catedral de Justo Gallego en Mejorada del Campo.
Mods, rude boys, ivy leaguers? El aspecto de las pandillas negras de Watts atrae a los seguidores de estas culturas.
Lo cierto es que pega poco con el entorno, pues uno no espera ver sensibilidades en un solar, salvo que expíen culpas febriles. Tampoco imaginan muchos que aquellas bandas descontroladas estén formadas por dandis interesados en cultivar su imagen. Al ver las fotos, parece una revista de moda.
Hay algo frívolo en ello? Siendo sinceros, no. El culto a la estética es tan corriente para los parias que casi es una respuesta automática. Psicología inversa, quizás. El caso es que los que integran las bandas buscan identidades a medio camino entre el malditismo y la heroicidad. Sus referentes son perdedores cercanos que tienen un as en la manga, como esos artistas de jazz que exhiben talento a raudales y excesos.
Jóvenes pandilleros en la Torres de Watts y en uno de los baldíos que hay en el barrio. La falta de oportunidades y empleo aboca a muchos a entrar en las bandas.
La música supone un salvoconducto hacia edenes de andar por casa, tan similares a la derrota que casi no se distinguen cuando se llega a ellos. Así son las grandes estrellas, gigantes con pies de barro que se convierten en referentes. En ese caso, por dónde empezar? Sin duda, por el aspecto.
Las fotos de Billy Ray junto a las torres del ghetto nos muestran a jóvenes orgullosos, capaces de ajustar cuentas y deseosos de hacerlo, pero que guardan una rama de olivo en la mano que deja libre el fusil. Proponen amenazas y soluciones, con elegancia y cócteles molotov. Los muestran al reportero con candidez asombrosa, igual que sus propias casas y sus proyectos en la comunidad; y todo con una apariencia que impacta en un lugar como Watts, donde afloran las influencias jazzísticas y llegan rescoldos de la Ivy League. Puede que vengan de otro planeta, pero seducen con igual fuerza a los descastados de Londres, que adoptan patrones iguales para los mismos problemas (o casi). Así nacieron los mods.
La desigualdad provoca violencia. Dos caras de la misma moneda: jóvenes lanzando un cóctel y un comercio que avisa («Blood brother») de que su propietario es negro para evitar ataques.
En ambos casos las apariencias engañan, disfrazan con hedonismo el rechazo a la realidad. En Watts se mezcla con un carácter más reivindicativo, pues luchan contra el problema racial. Se manifiesta en tasas de paro que multiplican por cinco la del total de Los Ángeles, o en la carencia de infraestructuras como hospitales. A pocos meses de los disturbios, votantes blancos negaron la construcción de uno en la zona. Ya había otro a 15 km.
Para agravarlo todo, está la relación con la policía. En última instancia, es lo que crispa el ambiente, y en ese sentido no ayudan declaraciones como las de William Parker, máxima autoridad policial de Los Ángeles, que en el 65 comparó a los manifestantes con monos en un zoológico. Aún más ilustrativa es la opinión de John Powers, un inspector que teme al buen tiempo porque saca a la gente a la calle, surgiendo así los problemas. Por eso prefiere los días grises y espera con ansia a que llegue el invierno.
Así las cosas, la gente de Watts lo tiene bastante claro claro. Aceptan colaborar con la policía en programas de educación para alejar a los jóvenes de las calles, pero están dispuestos a rebelarse si, como es previsible, la situación no cambia.
Un buen ejemplo de ambivalencia es la relación entre Lee Minikus y Marquette Frye, los detonantes de los disturbios de agosto. El oficial dijo que haría lo mismo de nuevo, Frye se apartó de su personaje y se mostraban respeto. A pesar de ello, el titular interior del reportaje de LIFE fue «There’s still hell to pay in Watts» (todavía se puede liar en Watts). Todo un brindis por el futuro.
Dos actitudes: trabajo comunitario y colaboración con la policía frente al activismo del apostolado negro. Posibilismo frente a revancha conviven en un mismo grupo.
A Billy Ray, autor de las fotos, lo que más le gustaba de Watts era el colorido, reflejado en la ropa de sus vecinos, en los graffitis y en la luz de los cócteles molotov, que crean un cuadro de Caravaggio en medio de un acto de vandalismo. Por eso las fotos son en color, no como aquellos retratos crudos de Ángeles del Infierno.
Watts rezuma vitalidad, aunque las previsiones no inviten al optimismo. No les llegó al corazón la presencia de Luther King cuando mediaba para apagar el fuego, ya que sus referentes son más extremos, puede que más volátiles y contradictorios, quizás porque encajan mejor con el ethos cambiante de la barriada. Elegancia y dureza, puño y apoyo comunitario. Se ve a Malcolm X en camisetas y se oye el jazz místico del apóstol negro, un John Coltrane que también pagó con su vida el peaje de ser un espejo para los otros.
Algún otro plan en mente? Los pandilleros avisan: «Sabemos que no sería bueno quemar Watts de nuevo. Quizás a la próxima subamos a Beverly Hills».