La historia de las ciudades se va formando con lo que queda de personajes como los Kray, figuras que acaban por convertirse en hitos del mismo modo que lo hacen la fama de un barrio o la frontera invisible que marca un parque. A diferencia de otros relatos, en la mitología urbana la excentricidad es un grado, y si acompaña a más cualidades como el poder o la fuerza bruta, el éxito dura generaciones.
Aquí el cotilleo alcanza el rango de fuente fiable y la cercanía convierte en autoridad a cualquiera, por eso hasta el más distante de los vecinos se siente parte del todo. Aquel tendero le vendió leche, aquella señora los vio jugar, el mismo borracho que gasta su día a día entre jarras vivió pupitre y barra con ellos. El mito les pasa de cerca a todos sin que suponga mérito alguno, como aquel al que casi le toca la lotería pero le falla el último número. Casi.
Importa poco el tamaño de la ciudad, a fin de cuentas nos limitamos a círculos reducidos: puñados de gente, quizá unos cientos; nadie se lleva con todo Plymouth, y mucho menos con Londres en su totalidad. Es justo ahí donde surge el tópico más socorrido que afecta a los barrios: “es como vivir en un pueblo”. Y nos quedamos tan anchos.
Puede que en los 60 los barrios obreros de Londres aún conservasen ese aire rústico y familiar que tanto se evoca con la distancia, o puede también que el East End nunca tuviese esa fama. Quizás no fue nunca ese sitio idílico donde se dejan las puertas abiertas y existe armonía entre los vecinos, por eso sus ciudadanos más célebres fueron los hooligans o Jack el Destripador.
East End en los años 60. El barrio obrero por excelencia fue el escenario y cuna de los gemelos Kray.
Que nos perdonen los ofendidos, pero la violencia siempre ha formado parte de la cultura obrera, y esto era así mucho antes de que existiese la corrección política, por eso surgieron personas como los Kray. No eran excepcionales, y menos por ser gemelos, violentos o fanfarrones. Más bien eso era lo que los conectaba con el espíritu de los barrios y los hacía reconocibles. De haber sido los únicos, la consecuencia de sus hazañas habría sido el repudio. No se dio el caso.
Para que los gemelos Kray se incorporasen al imaginario colectivo de Londres hicieron falta más ingredientes, como su bisexualidad no disimulada (al menos en el caso de Ronnie) o, sobre todo, su indiscreción a prueba de normas.
No cabe duda de que el poder atrae a los focos y se disfruta el doble si están presentes, y en eso los Kray tuvieron la (mala) suerte de coincidir con la etapa más glamourosa de su ciudad, el Swinging London multiplicado por los mass media hasta una escala desconocida hasta entonces.
Es cierto que los mafiosos suelen mostrar galones, pero la mayoría se guardan un as en la manga. No era el estilo de los hermanos Kray, al menos en el caso de Ronnie y Reggie, los dos gemelos. Había un tercero al que la historia ha dejado al margen, quizás por romper un tándem que daba muy bien en cámara, o bien por que era más cauto. Charlie Kray, el primogénito y tercero en discordia, cumplió condenas más leves que sus hermanos, pero fue detenido en 1997 por un alijo de coca que lo llevó de nuevo a la cárcel cuando tenía 70. Murió entre rejas a los tres años, siguiendo la tradición familiar.
El caso es que en el East End violento como el Far West, los héroes se hacían un hueco a tiros, o al menos a puñetazos. Así empezaron los Kray, que no llegaron a boxeadores profesionales porque otros negocios se les cruzaron por el camino, aunque sin duda siguieron utilizando los puños. Por culpa de ellos los encerraron en la Torre de Londres, prisión militar añeja en la que acabaron tras noquear a un sargento en la mili y al policía que fue a detenerlos cuando se fueron a casa.
Ronnie Y Reggie en sus años de boxeo amateur. La leyenda dice que podían romper una mandíbula de un solo golpe. En la otra imagen, junto a su hermano Charles.
Fue solo el comienzo de una carrera estelar en los bajos fondos, donde cobraban peaje por imponer respeto y regentaban clubes de poca monta. Después dieron paso a locales donde paraban celebridades como esas estrellas efervescentes del cine y la música. Cuando venían del extranjero (léase de los Estados Unidos), el status de sus tugurios se disparaba.
Si tipos como Sinatra contribuían al auge del Londres desenfrenado y a los negocios de los hermanos Kray, para forjar su imagen los gángsters locales seguían mirando hacia Norteamérica, la tierra donde Al Capone o John Dillinger formaban parte del santoral profano junto a los Dalton o Jesse James.
La prensa más amarilla y el pueblo necesitado de ídolos estaban encantados con esta versión inglesa del crimen organizado, por eso cuando los Kray ofrecieron violencia y escándalos, los encumbraron a lo más alto. Con su innegable atractivo para las cámaras, pusieron cara a fanfarronadas que solo eran fantasías para el obrero de a pie y la juventud transgresora, que celebró sus batallas contra bandas rivales como la Torture Gang, de nombre tan sensacionalista como comunes sus hábitos (ninguna banda se abre camino con padrenuestros).
Los Kray adoraban la fama. En la segunda imagen, con Sonny Liston, campeón de los pesos pesados en 1965.
Henchidos por su leyenda y los medios, los Kray se convirtieron en iconos pop de ese Swinging London que devoraba artistas como si fueran anfetas. David Bailey, fotógrafo titular del proceso e inspirador del preciosista y aburridísimo filme Blow Up, los retrató en 1965. Fue, como diría Churchill, la mejor hora de los hermanos Kray.
Quizás se creyeron su propio mito, puede que la prensa los encantara; cabe incluso la posibilidad de que estos chicos de barrio que boxeaban y leían poesía tuviesen tantas contradicciones que su sexualidad fuese solo una de ellas y en realidad no tuviesen madera de gángsters. Sin duda acabaron metidos tan dentro del personaje que el escenario y la trama los devoraron.
Llevados por la vorágine de sentirse intocables, mataron a diestro y siniestro sin reparar en testigos ni en daños. La consecuencia fue la cadena perpetua para los dos, que cumplieron a rajatabla muriendo en la cárcel en fechas tan frías como el final del milenio, lejos del Swinging London en el que se codeaban con los mejores y se sentían jodidamente intocables.