Los nombres marcados por la tragedia resisten el paso del tiempo con una facilidad pasmosa. Al pronunciarlos aflora un recuerdo tenue en el que los detalles se pierden pero queda la negatividad. Hillsborough, Bradford o Ibrox evocan desastres atemporales que eclipsan connotaciones mejores, por eso los cambios para cicatrizarlos tienen sabor a eufemismo: reformas a fondo, un nombre nuevo para disimular. Por mucho que el Rey Balduino merezca un estadio en Bélgica, se recurrió a su fama para borrar el recuerdo de Heysel.
En lo tocante a Hillsborough, ya nadie fuera de Sheffield lo relaciona con club alguno, con una final agónica o con goles escandalosos. Salvo para los Owls del Wednesday, su estadio se asociará por siempre con lo ocurrido el 15 de abril de 1989.
Aquel día, Liverpool y Nottingham Forest jugaban una semifinal de Copa a partido único en campo neutral. Era una forma de agilizar la competición y favorecer las sorpresas en unos años en los que el fútbol aún era una diversión asequible en la que se proyectaban valores e identidad, por eso miles de seguidores acompañaban a sus equipos a donde fuese.
También fue la Edad de Oro para los hooligans, aficionados (o no) que usaban el fútbol como una excusa para irradiar violencia. Al margen de sus motivaciones, constituían todo un fenómeno sociológico desde mediados de los 70, cuando empezaron a convertir cualquier partido de medio pelo en una batalla campal.

Las interpretaciones sobre este hecho son múltiples, pero acabó triunfando la comprensión del hooliganismo como una forma de resistencia obrera frente a la autoridad, representada por un gobierno que estaba desmantelando su modo de vida y cambiando las reglas del juego. Después de diez años de tatcherismo, el pacto social que había salvado a Inglaterra tras la posguerra podía darse por liquidado.
Fuese real o no, esta visión cuajó entre la mayoría y también entre la clase hegemónica, que convirtió a los hooligans en el nuevo folk devil que requerían los tiempos. Marcada la presa, ya solo quedaba abatirla.
No pecaremos de ingenuos: los hooligans daban motivos. Los demonios populares siempre lo hacen, todos subvierten la sociedad; desde los teddy boys de los años 50 a los yonkis durante la plaga de la heroína. No negaremos aquí las peleas de mods contra rockers ni la realidad social de los quinquis, verdugos y víctimas a la vez. Lo que subyace tras la etiqueta folk devil es la exageración de los hechos, amplificados hasta el paroxismo en busca de una cabeza de turco, llámese hooligan o golpista.
El caso es que el 15 de abril del 89 en Hillsborough ocurrió una desgracia que salpicó a las autoridades y los aficionados del Liverpool encajaban con el retrato de los culpables.
Llegaron por miles a Sheffield desde primera hora, amontonándose ante las puertas de Leppings Lane, la grada pegada al río que les había tocado. Aunque doblaban en número a los aficionados de Nottingham, el fondo scouser tenía menos capacidad, 14 mil plazas frente a las 21 mil del Forest. No importa. Cuando se va a un partido, lo de menos es la comodidad.

Pese a que están acostumbrados a los desplazamientos masivos, los seguidores del Liverpool intuyen pronto que algo va mal. Está a punto de comenzar el partido, la grada está llena, pero aún queda una multitud afuera. Los impacientes se cuelan trepando muros, la mayoría empuja hacia adentro. Si fuese por ganas, la policía haría una carga a caballo, pero contiene el gesto y resopla nerviosa. Para facilitar las cosas, abre una puerta más del estadio.
Los aficionados entran por el embudo a presión. Se agolpan formando una fila amorfa, un ente compacto que gime y abarrota los túneles. La grada ya está ocupada. Se encuentra dividida en tres zonas cercadas por vallas metálicas para evitar avalanchas laterales como la del 81, cuando un Tottenham-Wolverhampton produjo decenas de heridos. Hay una valla más que impide que el público salte al campo. La grada de Leppings Lane es una jaula.
Bruce Grobbelaar, portero del Liverpool, escucha a su espalda los lamentos de su afición, pero no puede hacer nada. A las 3:00 pm comienza el partido.
La policía se posiciona frente a las vallas para neutralizar a los que saltan al césped. Se niegan a abrir las puertas pese a las súplicas. Esos salvajes de Liverpool la habían liado en Heysel cinco años antes y seguían haciéndolo en cada partido, pero allí no se iban a salir con la suya. No habría invasión de campo en Yorkshire.
Sin posibilidad de escapar hacia el frente, los que pueden intentan trepar a la grada de arriba. Se aferran al voladizo y a las manos tendidas de otros aficionados, que los rescatan de la deriva que observan bajo sus pies. Cuando el naufragio se ha convertido en espanto, la policía da orden de abrir las puertas que hay en la valla exterior. Son las 3:05 pm cuando los aficionados del Liverpool invaden el campo y el árbitro detiene el choque durante treinta minutos. Al otro lado, los seguidores de Nottingham silban. Ya están los scousers jodiendo el partido

Pronto las noticias llegan al vestuario. Se habla de muchos muertos, tantos que no hay operativo para sacarlos. El público arranca vallas publicitarias y las usa como camillas. El partido se suspende definitivamente. Al acabar el día, el balance supera cualquier desgracia reciente asociada al fútbol, incluida la barbaridad de Heysel, a la que casi triplica en víctimas. El cómputo se detiene en 96 muertos y 766 heridos.
Cuando toca buscar responsabilidades, se encuentra algo aún mejor: un culpable absoluto, un móvil que encaja y ninguna coartada a la vista. Como en las películas que recurren a una fórmula atemporal, el sospechoso con cara de malo es sentenciado a priori.
Los hooligans del Liverpool, avalados por su curriculum, encajan en el papel. Dan bien en cámara y tienen un palmarés notable, por lo que son acusados de provocar la avalancha por parte de la policía y de Margaret Tatcher, que había jurado que crucificaría a los hooligans y así renueva sus votos.
El trampantojo no dura mucho. Las pruebas apuntan hacia otro lado y el caso llega hasta el Parlamento. Al final resulta que el asesino es el mayordomo, pero a treinta años de cometer el crimen, sigue sirviendo al señor de siempre, que ampara con gusto su impunidad.
