Solemos pensar que la Historia en mayúsculas la escriben personas rectas, a cámara lenta y con banda sonora a juego, como si sus miserias se disociasen de todo el proceso y no jugasen papel alguno. Lo cierto es que hasta el más formal de los personajes esconde intereses propios ajenos a aquella causa que representa y con la que a veces se contradice. Los gustos, la corrupción, las sensaciones o el miedo son esas variables que modifican el resultado hasta darle la vuelta y son además intangibles, casi imposibles de demostrar, de transformar en pruebas fehacientes. Resulta difícil elaborar diagramas con ellas o tablas de datos, por eso quizás los historiadores las menosprecian y las reducen a cotilleos, centrando el foco en macroestructuras preconcebidas en las que encaja todo: el patriotismo, los beneficios, la lucha de clases. Nos tratan como si fuésemos racionales y eso conduce a errores de bulto.
Cuando se trata de analizar procesos complejos se pone el punto de mira en la motivación general, sea ésta la independencia del país X o la ruptura del orden establecido, pero se olvida que los protagonistas de las acciones son individuos que sienten celos, pasiones, afinidades y desencuentros. Creo sin duda alguna que las conversaciones que llevan al reparto del mundo, de una porción de imperio o las que gestan un genocidio no se distinguen mucho de esas reuniones en las que unos amigos conspiran contra un tercero, o en la que un ganadero y un comprador novato celebran con un apretón de manos que se ha vendido una res. Nunca he cerrado un acuerdo por el que una corporación extranjera someta a un país tras años de enfrentamiento entre bambalinas, pero estoy seguro de que apenas difiere de una simple discusión laboral con un jefe.
Si en vez de personas hablamos de países o guerras, es el momento de que se invoquen causas mayores: la patria, el deber, la religión; somos nosotros o el caos. También es cierto que hay guerras de pacotilla, o que lo serían de no ser por el drama que representan. Hablamos por ejemplo de las Malvinas.
Fue, en efecto, una algarada por un peñasco, por un refugio para pingüinos. Ni a unos ni a otros les importaba nada, pero decía Oscar Wilde que de cuántas cosas nos desharíamos de no ser porque podrían servirle a otro, así que Argentina y el Reino Unido se pelearon porque en el fondo los dos querían.
Aquí es donde entran los intereses de cada uno, particulares en ambos casos y revestidos de amplios discursos enarbolados por los de arriba. Los unos para legitimarse por ser dictadura y porque los nervios matan el hambre, los otros por bravuconería pura y por alejar los fantasmas.
Margaret Tatcher y Leopoldo Galtieri invocaron la irracionalidad de sus ciudadanos en beneficio propio.
Lo que vino después fue un episodio postrero de algo que casi no ha vuelto a ocurrir desde entonces: la guerra convencional entre Estados. No es que hayamos cambiado mucho, es que ahora ese teatrillo ya no hace falta, por eso en Latinoámerica no hay dictaduras y los ingleses no invaden a nadie.
El desarrollo de la película fue tan endeble como el guión, con mucho trash talking y todo el protagonismo para unos misiles franceses. Los Exocet hundieron el Sheffield igual que había hecho la Royal Navy con el General Belgrano y acabaron por convertirse en protagonistas. Cuando hubo muertos sobre la mesa, hasta los jefes se dieron cuenta de que la broma no lo era tanto: las sociedades contemporáneas toleran mal la violencia explícita y se rinden ante el azúcar. Londres lo percibió primero y maniobró en los despachos.
Resulta que esos misiles eran el as de Argentina en la manga y que tenían solo cinco unidades. Como en los western, contaron disparos y dedujeron que el enemigo ya no tenía balas en el tambor, así que ganar la guerra pasaba por evitar que le llegasen más Exocet.
Probablemente en Francia causase una sensación agradable ver a Inglaterra sudando tinta (un brindis por el pasado), aparte de que vender misiles a quien los usa es un negocio redondo, pero decía Napoleón que para ganar la guerra hacen falta tres cosas: dinero, dinero y dinero, y de eso tenían más los ingleses. En cuanto Argentina intentaba comprar cohetes, el Reino Unido mejoraba la oferta, de modo que Aérospatiale, el consorcio francés que los fabricaba, no llegaría a mandar ninguno más a Galtieri ni a su enviado en París, el capitán de navío Conti.
El misil Exocet fue el verdadero protagonista de la Guerra de las Malvinas
Conscientes de que Inglaterra se la había jugado, los argentinos usaron de testaferro a Perú, que mandó a dos oficiales a comprar Exocet a Francia. Aéroespatiale no mordió el anzuelo y, por orden de sus servicios secretos (pagados por los ingleses), prolongó las conversaciones, multiplicó el precio y fue dilatando los plazos hasta frustrar a los peruanos. El culebrón del verano al final quedó en nada.
A Inglaterra aún le sobró dinero para vencer a Argentina en un escenario más, el del mercado negro al que querían acudir los australes en busca de los misiles que Aérospatiale le negaba. Pero la suerte del pobre es esquiva, y cuando el traficante Anthony Divall (qué fabuloso nombre para un villano) les prometió cohetes, lo que no sabían los sudamericanos es que seguía órdenes de Inglaterra para estafarlos.
Al final Napoleón tuvo razón y, a falta de dinero y de armas, los argentinos se rindieron en Port Stanley, que tiene el nombre en inglés por eso y que sigue sin importar a nadie.
Entre tanto, imagino a Margaret Tatcher traduciendo los muertos a resultados electorales, a Galtieri invocando a la patria para perpetuarse y, sobre todo, a los capitanes y generales que negociaban la venta de unos misiles en restaurantes caros y parisinos donde la cocaína y las putas corrían a cargo de los que morían en las Malvinas.