La fecha distópica por excelencia lo fue con ganas en una España de moderneo institucionalizado que peleaba por sacudirse el pelo de la dehesa, como reza la letanía que se repite con brío en cada resumen cíclico de aquellos años de plomo (por lo aburrido de sus haxiografías).
El caso es que en los 80 tocaba cambio de ciclo y se recurrió a un lavado de cara para que todo siguiera igual, por eso se abrió la puerta que antes vetaba a los artistas anglosajones y su influencia. No sirve de ejemplo lo de los Beatles veinte años antes, puesto que aquella encerrona sirvió al franquismo para desprestigiar a los melenudos de puertas adentro, y en cierto modo lo consiguió.
Lo del los años 80 sí que iba en serio, y a los gurús invitados se los agasajaba en régimen de pensión completa y lujo oriental, o al menos con pleitesía devota por parte de una élite de iniciados que servían a un tiempo de filtro y de exégesis. Se explica así que impostores como Andy Warhol se paseasen por ese Madrid pubertario del brazo de hijos irreverentes del establishment jugando a ser transgresores. Nada que ver con los años 60, cuando los encargados de negociar con los santones de fuera lo hacían mezclando ademanes de inquisidores y ganaderos, tratándolos como a herejes y al mismo tiempo como a turistas incautos que aún no sabían cómo se juega en España. Que le pregunten si no a los Kinks por esos cuatreros y su opinión sobre los contratos.
Bob Dylan junto a Carlos Santana, con el que estuvo de gira en 1984
Volviendo a la década prodigiosa (sic), los ademanes cerriles cedieron paso a las formas mundanas de los que habían viajado, de modo que en parte por su complejo de pueblerinos y en parte por un clasismo enquistado en su origen social, las élites de aquella España sedienta de bienes tangibles y nuevas vivencias se consagraron a recobrar el tiempo perdido. Por culpa de Franco no habían gozado los años de drogas, sexo salvaje y canción protesta, así que reclamaron lo suyo a golpe de talonario, siendo conscientes de que la España que folla y se droga unida, nunca será vencida ni pedirá más.
Como parte de esta estrategia de sedación social se recurrió a importar con retraso a figuras como los Rolling Stones o Bob Dylan, cuyas visitas en horas bajas marcaron un hito en distintos campos, lo cual es penoso por lo que tiene de ilustrativo. Lo de los Rolling, como se llama aquí a los Stones salvo esnobismo feroz, puso la guinda a aquel pastelazo inmenso de la Movida, pero fue aún más significativo lo que pasó en Vallecas, donde tocó Bob Dylan el 26 de junio de 1984. Vista con perspectiva, la crónica de El País resulta más expresiva de lo esperado y sirve como epitafio a toda una época.
Resulta que el quién es quién de la política y sociedad viajó a Vallecas a conectar con las masas, esa palabra amorfa que solo se emplea al pasar por caja o contar papeletas. Entre los que llenaban el campo del Rayo había más visitantes del otro lado de la M-30 que espectadores locales, o al menos eso pensó la cronista Gabriela Cañas al ver escasos peinados en punta y tachuelas claveteadas. Parece evidente que los famosos quinquis del extrarradio no estaban dispuestos a dar 2.200 pesetas a cambio de ver al de Minnesota por vez primera en España, y eso en el supuesto de que les interesara. En cualquier caso, se abarrotó un estadio en el que la libertad olía a canuto, un combustible menos clasista (hacia abajo) que la heroína y con connotaciones cercanas a un público adulto y tranquilo. Completaban la atmósfera de hito a destiempo y protesta mansa hasta cuatro ministros del PSOE con look envarado salvo Javier Solana, que se dejó llevar por los tiempos y renunció a la corbata con una sonrisa.
El campo del Rayo acogió el primer concierto de Bob Dylan en el Estado español
En cuanto al bolo, fue un coñazo monumental. Santana durmió a los presentes con un teloneo eterno plagado de solos, de modo que antes incluso de que surgiese Bob Dylan para azuzar el marasmo, la grada y el césped mostraban calvas considerables. Cuando el poeta de Minnesota reconvertido en pastor cristiano salió a cumplir lo pactado, su discreción (o desgana) le hicieron pasar desapercibido entre un público que en buena parte estaba a otra cosa. Era la una de la mañana y llevaban sufriendo a Santana a base de porros desde las diez, más varias horas de atasco previas en la Avenida de la Albufera.
Siguió el goteo de espectadores que desertaban del espectáculo como en esos partidos donde se pierde por goleada, de modo que ya era tarde cuando Dylan honró a los presentes con algo reconocible por todos. Lo celebraron como si fuese el gol de la honra y sonó el pitido. Fin de aquel amistoso a destiempo en verano.