Siempre que voy andando por una ciudad histórica o la zona noble de cualquier otra y veo un palacio, un rascacielos o un casoplón, me pregunto cómo de hijo de puta tienes que ser para poder permitirte eso. Habría que establecer una unidad de medida que calibrase esas cosas, de modo que al ver un contraste como la catedral de Burgos con sus casitas al lado, o toda una ruta internacional como la que culmina en Santiago con más catedral a juego, pudiésemos ponerle cifras a tanta desigualdad. La vista de Compostela desde el paseo de la Herradura es brutal, pero cuando la contemplaba de niño me preguntaba cómo una ciudad entera podía seguir girando entorno a un solo edificio que encima tenía mil años. No me malinterpreten, nadie habla de derribarla, como propuso el Ayuntamiento de León en sesión plenaria a principios del siglo pasado a la vista de lo que costaba tener al día la suya.
Lo único que quiero decir es que cuando paseo por Lavapiés, por ejemplo, y veo edificios tan grandes que ha habido que reciclarlos en sedes de algo o museos innecesarios, inevitablemente comparo el nivel de vida con las corralas y me pide el cuerpo un día de furia. Hace falta defraudar mucho, explotar todo y urdir harto para que tu puta casa sea hoy en día la Fundación del Ferrocarril, ocupe media manzana y ni siquiera eso te ponga en el top ten de los cabronazos, de otra manera tu nombre sería reconocible para el gran público, pero ni así.
El caso es que encabezando ese ranking, por norma han estado siempre los reyes. Hay que tener en cuenta que sus palacios no eran un monumento para uso y disfrute de los ciudadanos (entonces súbditos), ni un premio bien merecido por la gestión del país, sino la casa donde vivían con sus cuadrillas de mariachis. O mejor dicho, una de ellas. Ahí es donde entra Aranjuez.
Imaginarse al patrón de un reino esquilmado tramando la construcción de un palacio nuevo porque los otros no son de su agrado suena a soberbia desmesurada, solo que a fuerza de repetirse se ha asimilado como muestra de poderío de las naciones. Tranquilos, fachillas locales, no hablamos solo de España. Versalles es la gran muestra de lo que digo, y Portugal un ejemplo pasmoso, pues un reino menudo como el vecino fue suficiente para pagarse un palacio similar al de El Escorial, pero hecho enterito de mármol (o casi). Hablamos de Mafra, ejemplo espantoso (úsese el término en portugués) de lo que implica el colonialismo y la explotación de Brasil.
En fin, que construir una ciudad entera como Aranjuez y dotarla de calles pseudo-ilustradas de trazo recto e iglesias antiguas es la versión mejorada del robo desde lo alto, pues no hablamos de un simple palacio, sino de una urbe nueva en mitad de la nada, como si haber hecho otro tanto en La Granja unos años antes no hubiese sido bastante.
Como es preceptivo, la vida en la nueva ciudad (Aranjuez) pivotaría entorno al palacio, con todo lo que eso implica en términos de rentabilidad. Meter en la misma cesta todos los huevos es mala idea hasta para una lechera, por lo que el resultado fue el esperado. Aranjuez no ha pasado de ser una villa-curiosidad, un escenario irreal con las cartas marcadas y las perspectivas en cuarentena. Tres siglos después de su nacimiento parece una versión local de Cinecittà, un gigantesco plató de triunfos efímeros y decadencia más bien prolongada. Quizá en el futuro Netflix lo compre para rodar telefilmes del mismo modo que Aranjuez se encomienda al turismo para sobrevivir, pero aún con eso el problema sería el mismo: rendirse a un patrón externo y rezar para que prospere. No es una gran receta, pero seguimos copiándola a pesar de los años.
Y si la cosa no marcha, podemos regodearnos en la exaltación de la estética urban decay y reivindicar Detroit, donde el patrón también llegó por capricho y luego se fue a otro palacio mientras de fondo sonaba la música.