En una escena de “El señor de la guerra”, el traficante de armas al que interpreta Nicholas Cage reflexiona sobre cómo ampliar el negocio. Las emboscadas entre mafiosos y traficantes son una buena fuente de ingresos, pero nadie se hace realmente rico con ese volumen de ventas. Lo que de veras mueve el dinero son los conflictos… entre países.
Para el crimen organizado, la guerra no solo es el estado natural de las cosas, sino que supone una oportunidad de negocio magnífica que crece en paralelo a la magnitud del embrollo. El clásico tema del río revuelto, los pescadores y todo eso. Por ese motivo, cuando las cosas se ponen feas, los más activos suelen ser los que de alguna manera están en la industria, ya sea como ricos ejecutivos a miles de millas de las trincheras, o como comerciales a puerta fría. Lo de los padres heroicos que empuñan las armas para salvar a los suyos queda genial en los libros, y editado con entrevistas y banda sonora a juego nos deja el documental casi hecho, pero pasa tan pocas veces que es mejor inventarse una peli, basarla remotamente en la realidad y cobrar una entrada que proporcione al espectador/cliente el derecho a creerse experto en geopolítica.
En el caso de Yugoslavia, sus guerras no son de las que más pelis han generado, quizá porque hasta los más profanos se dieron cuenta de que en ellas había tan poco heroísmo como es costumbre, o quizá porque los americanos las manejaron tan solo desde el despacho, y eso no da bien en cámara. El caso es que, quitando un par de matanzas y personajes con cierto tirón mediático, no se explotó el filón. Y esto, desde el punto de vista del guionista frívolo y avezado que todos llevamos dentro, es una auténtica pena.
Una de las fotos más conocidas de las guerras de Yugoslavia muestra a los Tigres de Arkan pateando a los civiles croatas que acaban de fusilar mientras fuman despreocupadamente y buscan más víctimas. La imagen se tomó en Vukovar en 1991.
Entre 1991 y 1995, los Balcanes se convirtieron en una Liga en la que criminales de todo tipo se disputaban prebendas y orgullo, que a fin de cuentas es de lo que va esto, ya sea en las montañas de la Krajina o en un barrio de mierda de Pittsburgh (pongamos uno bien lejos para no herir susceptibilidades).
Lo gordo empezó en el verano de 1991 con Serbia y Croacia a palos por unas lindes. Nada que ver con la independencia, aquí el divorcio era de mutuo acuerdo. Lo que se dirimía era quién se quedaba a los gatos. El tema le importaba tan poco a la mayoría, que el 85% de los llamados a filas en ciudades como Novi Sad o Belgrado ni siquiera se presentó en los cuarteles. A falta de personal que lo hiciera gratis, hubo que llamar a profesionales.
Si hasta el Equipo A cobraba por sus servicios (eran majos, pero no vivían del aire), podemos imaginarnos que los mafiosos y criminales encargados de realizar la tarea pondrían unos cuantos ceros en la factura.
En Serbia, las subcontratas corrieron a cargo de clanes mafiosos que pululaban por el país desde tiempos inmemoriales, encarnados entonces por tipos como el célebre Arkan o los esbirros del Clan Zemun, un barrio precioso y acomodado de estilo austro-húngaro al que no le pegan nada unos vecinos tan monstruosos. Sus empleados rasos (y no tan rasos) venían del underground local, fogueados en trapicheos varios y en peleas multitudinarias vinculadas al fútbol. Uno de los datos más conocidos entre los seguidores de las gradas y subculturas es que el propio Arkan reclutó a muchos de sus secuaces entre los miembros de Delije, el grupo ultra del Estrella Roja, fundado en 1989. Tampoco es desconocido que sus negocios, antes y después de los Tigrovi (el grupo paramilitar que dirigió durante las guerras de Bosnia y Croacia), le permitieron vivir durante un tiempo en un palacete justo frente al estadio, una zona conocida como Diplomatska Kolonija que alberga embajadas y no es barata.
Zeljko Raznatovic, «Arkan», el más famoso de los paramilitares balcánicos. Sus «Tigrovi» hicieron el trabajo sucio en el bando serbio a cambio de importantes prebendas. Como a casi todos, el pulso con otros poderes del Estado y la mafia le acabaría costando la vida.
El bando croata tampoco cayó en romanticismos absurdos. Aunque insuflaron dosis nocivas de patriotismo y folklore a los suyos, para el reparto de lo importante no se anduvieron con zarandajas. Había bastante, pero eran muchos a repartir: a los políticos y empresarios había que unir a los temidos ustachas, fascistas y paramilitares patrios y de la peligrosa diáspora; y como no, a los mafiosos locales, valga la redundacia. Pongamos un caso para ilustrar.
Hablamos de Gojko Šušak, un ultranacionalista sin sitio en la Yugoslavia de Tito que se exilió en Canadá. Allí tenía una pizzería, pero no le hacía ninguna gracia que se lo recordaran, quizá porque le parecía indigno haber regentado un negocio normal. Cuando volvió a la patria buscó la forma de resarcirse, y lo hizo a costa de los serbios que vivían en Vukovar, pero también de los croatas que no le pagaban unos impuestos especiales que se sacaba de la chistera de vez en cuando. Algunos le reprochaban también que probase la puntería de sus morteros contra los pueblos serbios de los alrededores, pero acabó cargándose al policía que se lo dijo. Es muy probable que los autores del atentado no fuesen ni siquiera de allí, pues muchos querían evitar el conflicto con sus vecinos. Para evitar ese sentimentalismo, era frecuente traer a esbirros de otros lugares. El propio Gojko es un ejemplo de ello, y también los miembros de Bad Blue Boys, los ultras del Dinamo de Zagreb que, al igual que sus homólogos serbios, nutrieron las filas de paramilitares y zengas, la temida Guardia Nacional croata que llevó el peso de las operaciones al empezar la guerra. Aún hoy es posible ver una placa en su honor en el exterior del Maksimir, el feo e incomodísimo estadio del Dinamo.
Gojko Susak, señor de la guerra croata que pasó de pizzero en la emigración a mafioso de nivel premium. Los suyos no se libraron de la extorsión.
Pero si hay un momento y lugar en el que los bajos fondos tuvieron un papel destacado, ese es el sitio de Sarajevo, quizá el episodio más conocido de todas las guerras de Yugoslavia. Fue una batalla de andar por casa en el sentido más desorganizado de la palabra, ya sea por la atomización de la urbe, dividida en barrios serbios y musulmanes, o por la precariedad común a toda la guerra de Bosnia, la más pobre y conflictiva de las repúblicas.
Antes de dejarnos llevar por la condescendencia, cabe una observación. En casi todos los conflictos suele haber más de un bando, o hay disensiones dentro de algunos de ellos. A veces la cosa deriva en un todos contra todos con alianzas volubles; otros, en guerras que contienen conflictos menores como si fueran muñecas rusas. Sarajevo no es la excepción, sino más bien la norma, y para muestra, el botón de lo acontecido en Madrid en el 36, con su miríada de milicias de un bando y otro ocupando el lugar de un Estado que se volatilizó.
Pues bien, en Sarajevo los musulmanes no tenían detrás un Estado o a aliados tan fuertes como sus rivales, por lo que hubo que improvisar. Para defender sus barrios echaron mano de los que ya mandaban habitualmente: las mahalske bande o bandas callejeras a cargo de mafiosos locales: traficantes, prestamistas y gentes turbias a quienes las circunstancias dieron una relevancia que nunca habían ni imaginado. No solo eran los que mandaban, cosa que ya hacían antes. Ahora además eran la ley, y ese es el verdadero peligro de todo conflicto.
Es el caso de Jusuf “Juka” Prazina, un popular macarra medio lisiado tras un tiroteo durante una pelea de perros. Su banda se encargó de defender el Monte Igman y de limpiar la zona de serbios, pero él no dudó en hacer negocios con ellos o matar a los que eran sus prisioneros, dependiendo del caso. Tras enemistarse con el gobierno bosnio, se pasó al bando croata, pero tampoco acabaron bien. Cuando murió tiroteado en Bélgica en 1993, había tantos posibles culpables que nunca quedó muy claro quién y por qué había ordenado su asesinato.
Juka Prazina, un alegre bandolero urbano que acabó mal. Pintoresco e idolatrado, tenía más de granuja que de señor de la guerra, por eso pegó bandazos a un lado y otro hasta que se lo acabaron cargando.
La nómina de pintorescas figuras del underground balcánico es interminable, pero terminaremos con Mušan «Caco» Topalović, un ex-cantante de rock devenido en mafioso. Reconvirtió a su banda (de gángsters) en la 10ª Brigada de Montaña del Ejército Bosnio, encargada de la defensa del monte Trebević y de matar a civiles serbios para quedarse sus viviendas. Con los suyos era más blando, ya que solo los obligaba a cavar trincheras. En cualquier caso, sus formas no hacían gracia a los líderes musulmanes, que se lo quitaron de en medio en 1993. Murió durante el traslado a comisaría, no sin antes llevarse por delante a 9 de los policías que iban a detenerlo.
Caco Topalovic logró en el underground de la Guerra de Bosnia el éxito que no logró como cantante de medio pelo. El sitio de Sarajevo fue su escenario, aunque finalmente no llegaría a los bises.
Sea en un bando u otro, en todas las guerras acaban ganando protagonismo los despiadados. En medio de eso, banderas e ideologías se convierten en complementos tan de ida y vuelta que no merece la pena buscarles sitio. Una última anécdota lo ilustra mejor que cualquier ficción.
A principios de los 90, la extinta URSS vaciaba sus arsenales y los vendía en el mercado negro al mejor postor. Agentes encubiertos del FBI negociaban con un oficial de alto rango la venta de armas pesadas. Buscando saber hasta dónde podía llegar, uno de los agentes le preguntó si podría comprar un submarino. Sus superiores tragaron saliva. Era una apuesta demasiado arriesgada que ponía en peligro toda la operación. Sin embargo, el oficial ruso no lo dudó. Su respuesta fue: “con misiles o sin misiles?”