Estambul, ya se sabe, es una ciudad inmensa y con tantas capas que a veces uno duda del resultado. La mezcla de antagonismos a través de los siglos podría dar pie a una suma espectacular pero agria, o dulzona, puede que exagerada, como esas torres de carne que se despachan a gritos y precios bajos en los tugurios de la ciudad. De esta y de varias, pues ese y no otro es el icono que más define a este sitio a nivel internacional. Un poco injusto viniendo de La Ciudad, que es lo que significa Estambul en griego distorsionado.
Así decían en la Edad Media, is ten polin, «a la ciudad», como un Londres o Nueva York modernos a los que simplemente llaman «the City». No es para menos: fue capital del Imperio Romano, del cristianismo cuando éste se hizo oficial, del spin-off barroco que fueron los bizantinos, de la cultura griega y de la Ortodoxia, de las confrontaciones con Occidente y Egipto, del palo seco a las herejías y el sordo objetivo de las Cruzadas (el de verdad, nada de excusas en Tierra Santa). Se cometieron excesos de todo tipo en cada episodio, de modo que discusión bizantina es sinónimo de guirigay (en el mejor de los casos).
Y entonces llegaron los otomanos. Pusieron fin al desbarajuste y lo cubrieron todo de Islam y crudeza de las estepas, apenas atemperada por filtros persas, mesopotámicos y siglos de paso firme por Anatolia. Fue para tanto el asunto, que el final de Constantinopla se usa para marcar el fin del Medievo. 1453, comienza la Edad Moderna en estado de shock.
Algo de todo eso persiste en el Estambul presente, una ciudad inmensa a la que hasta hace poco los serbios llamaban aún Tsarigrad: la ciudad del zar, o del imperio, o la capital a secas, que es lo que es hoy en día a pesar de Ankara. Es esa grandeza en sentido físico la que se ve desde el aeropuerto y también a medida que uno se acerca a ella, con su skyline inmenso en distintas capas y tonos de azul y amarillo (llegué con la puesta de sol), un gran perfil silueteado que mezcla los rascacielos y minaretes y sirve como background para un cómic por su fotogenia a la altura de Nueva York (de nuevo el paralelismo entre sitios alfa).
Estambul: fútbol e inmensidad. En la segunda imagen, Estadio Recep Tayyip Erdogan, sede del Kasimpasa SK en el barrio homónimo.
Pues bien, todo eso a pie de calle se traduce en bullicio, en calles atiborradas de estilo europeo o maneras árabes, según el caso, y con el mar en el horizonte para servir de escapada. Pero a pesar de todo, perdonen los eruditos por el dislate, toda la oferta para el turista random está ubicada en un radio abarcable de pocos kilómetros, lo cual se agradece mucho en una urbe que Orhan Pamuk, nativo ilustre de la ciudad, asegura no conocer ni de oídas en muchos casos (se multiplican los nuevos barrios en paralelo a la fractura social).
En cuanto al fútbol, más de lo mismo. Hay tantos equipos como comunidades, barrios, o colectivos. Da igual, porque para el profano son solo tres: Fenerbahçe, Besiktas y Galatasaray. Como no hay triangulares (por el momento) en las grandes ligas, y dudo que estos equipos se jueguen próximamente el Trofeo Carranza, me decidí por una de las combinaciones posibles: el clásico del lado europeo, el derby del Bósforo entre Besiktas y Galatasaray.
Tomo partido siempre que puedo, así que por cierta similitud con el Partizan y por leve afinidad ideológica, me decanté por las águilas del Besiktas, un barrio y estadio, por otra parte, que me quedaban a media hora andando. De nuevo una gran noticia en una ciudad de 90 kilómetros.