La de Rusia es una grandeza vasta y deslavazada que asusta a Occidente desde hace siglos. Es una fuerza bruta alejada de la grandeur francesa o del peerage británico que, como decía Tiuchev, no puede entenderse con la razón. Esa grandiosidad, más apoyada en cifras que en influencias, más en distancias que en mitos, no puede sino medirse en cantidades ingentes de toneladas y verstas que avalan un poderío enorme al que se pone cara con solo mirar un mapa.
Solo un matiz freudiano explica el recelo de la industriosa Europa del desarrollo y de las conquistas ultramarinas frente al país de la fatalidad y los mujiks, al que desprecian sinceramente, pero en voz baja. Por no aceptar, no aceptan siquiera que sea Europa, ese concepto líquido cuyas fronteras varían según el momento, ya sea en los Pirineos o en el estrecho del Bósforo.
En este sentido, la cruz cristiana tampoco es aval de nada: la pretenciosa proclamación de Moscú como tercera Roma después de la original y Bizancio no consiguió que los moscovitas se sacudiesen el matiz tártaro a ojos de sus vecinos occidentales. Tampoco sirvió de mucho cuando la autoridad civil copió la dignidad imperial europea y sus estructuras. Aunque el Gran Príncipe Iván IV se proclamó Zar a imitación de los césares y sentó las bases del Estado moderno, la mayoría de los cronistas lo hicieron pasar a la Historia como «el Terrible».
La imitación del Oeste sería un esfuerzo vano. Pedro el Grande convirtió un páramo desolado a orillas del río Neva en un Ámsterdam báltico afrancesado y con nombre alemán, pero ni así. El San Petersburgo ilustrado y sus avenidas rectas entre palacios causaban tanto recelo como los nobles locales que hablaban francés entre ellos por no mancharse usando la misma lengua que el populacho.
Ni siquiera otra Grande, la emperatriz Catalina, de estirpe prusiana indudable y promotora de la germanización étnica del imperio, logró que Occidente aceptase de buena gana su intervención en Polonia o la expansión por el Cáucaso, donde el choque con el Imperio Turco no solo no mitigó la animadversión por los rusos, sino que suavizó la tirantez con los otomanos, el otro gran enemigo atávico.
Pero el gigante con pies de barro, o de raspútitsa, el lodo asociado al deshielo y las lluvias de otoño, siguió avanzando hacia Oriente de mano de exploradores, soldados y cazadores de pieles. Uno de ellos, el marino danés Vitus Bering, plantó una pica en Alaska hacia 1740 y abrió la puerta a la conquista de Norteamérica, pero la crisis crónica de las finanzas rusas y los reveses contra europeos y turcos en la Península de Crimea se tradujeron en 1867 en una venta a Estados Unidos que los americanos vieron como algo absurdo hasta que encontraron petróleo y oro.
Sin interés en el Nuevo Mundo, los rusos chocaron contra otro imperio en trances de occidentalizarse. Cuando el Japón Meijí cambió las katanas y el hermetismo por ametralladoras, se llevó por delante a una Rusia que en 1905 se convirtió en la primera potencia europea en ser derrotada por no occidentales. Fue el detonante de la Revolución de ese mismo año, iniciada un Domingo Sangriento en el que el pueblo pedía pan y reformas a un régimen anacrónico. Lo consiguieron a medias, con gestos para la galería como la Duma, una cámara de representantes como las de Occidente con mero valor simbólico.
El truco no pasó inadvertido, por eso cuando otra guerra desbordó el vaso, se aceleraron los acontecimientos. La Gran Guerra tuvo que serlo con ganas para ganarse ese apelativo en un mundo acostumbrado al jaleo, y qué cataclismo no viviría Rusia para que 1917 no necesite apellidos. En diez días se estremeció el mundo y cambió para siempre, aunque algunos dijesen con miopía que solo hasta 1992.
Si Fukuyama no tardó en desdecirse, hoy son pocos los periodistas y tertulianos que han entendido algo. La guerra actual en Ucrania no es una amenaza de Rusia a Occidente, en donde quiere integrarse en vano sin perder su individualidad; no es otro episodio de guerras de antaño, ni tampoco una Guerra Fría que se calienta a destiempo; no es ni siquiera la obra de un loco, pues nadie maneja el mundo a su antojo o por un capricho.
La guerra de Ucrania es solo una escaramuza en medio de una rivalidad fronteriza entre un club de ricos y sus guardeses contra un vecino al que no le perdonan que sea el más grande del mundo, aunque dicha grandeza sea solo algo físico.
Quizá Oscar Wilde acertaba al decir que pesa una fatalidad sobre toda superioridad física e intelectual. Quizá solo sea que Europa no le perdona a Rusia la rotundidad de su formas, de su fotogenia en el mapa, del músculo de sus cosacos, tanques y misiles balísticos. Quizá no le perdona que se haya quedado con toda Siberia para ella sola.