Hace poco fui a Praga. Me pareció el sitio bonito más espantoso en el que he estado. Todo encajaba en la perfección impostada que dan el diseño nórdico y el ambiente seguro de los lugares turísticos. Ya sé que Checoslovaquia no está en el Norte, y que el país ya ni se llama Checoslovaquia, pero compréndanme: todos cometemos errores cuando algo no nos agrada.
El caso es que el Puente Carlos y las iglesias tan puntiagudas no me elevaron el alma. Me imaginé a los rusos de 1968 con sensaciones muy parecidas subidos en tanques: todo tan jaraschó y bruñido, pero mejor una dacha barata. A fin de cuentas, cada uno tiene su público y también las ciudades, o al menos así sería de no ser por los vuelos low cost.
Mientras andaba sobre los adoquines ahora en su sitio, pensé que tal vez sin saberlo, todos vivamos en Praga. La atmósfera que se respira es plomiza: nadie aspira a un «sueño checoslovaco» (perdón) cuando admira sus calles burguesas venidas a más, ni siquiera se eleva un palmo cuando se siente rico por un segundo si paga cafés sobrevalorados con el teléfono. Nadie medianamente cuerdo se abstrae por mucho tiempo en un escenario de cartón piedra.
Tal vez vivamos en Praga desde hace más de lo que creemos, desde antes del lustre del año 92 o de ir a la playa en 600. A diferencia de entonces, ahora sabemos que estamos descolocados, y que las chinas en el zapato non son la antesala del exitazo, ni las miserias un hall a las puertas del cielo.
Y sin embargo, nos paseamos arriba y abajo sin sobresaltos y con café si nos apetece, o un smoothie. Y es tan hermoso que nos parece mentira.