Imaginemos el planteamiento de un nuevo cómic, una novela o una película. Dos personajes: uno agradable, gentil, educado, no exento de fuerza e imagen, de lo contrario podría ser presa de sus virtudes; el otro rotundo en sus formas e impacto, un tipo duro de manual, lapidario en sus conclusiones y actos, con un atractivo innegable y de todo punto inmoral. El clásico bueno y el malo arquetípico, dos prototipos a prueba de bomba.
Durante siglos, en la elección no hubo dudas, el héroe y el antihéroe se repartían sin estridencias los roles y también el favor del público. Cabían matices, claro, como ese Aquiles apátrida y egoísta que solo luchaba por sí y por su gloria, sin más bandera que la posteridad, pero eran los menos. Generalmente, el Arcángel Miguel desterraba al Diablo, San Jorge mataba al Dragón y no cabían remordimientos o empatía con el vencido.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte se prioriza la singularidad por encima de todo, se ataca lo unánime (como si fuese posible) y se ve el consenso como el producto de maniobras conspirativas. Aplicado a los personajes más arquetípicos, es la entronización no ya del antihéroe, sino del malo, no la de la imperfección, sino la del mal.
Quizá el error de base haya sido priorizar la intachabilidad y no la bondad común, al hombre recto en lugar del amable, al ser perfecto en lugar del normal. En medio de todo eso, a los héroes se les añaden matices dolosos, la desmesura que los convierte en humanos para evitar una perfección pasmosa que causaría envidias y mermaría su credibilidad, pero aún así son pecados veniales en forma de kriptonita o melancolía.
Poniéndole cara y nombres a todo esto, quizá el deporte sea la fábrica de héroes contemporáneos por excelencia, y también de villanos justo a su lado, mezclándose a veces hasta formar el caos, porque en el mundo real las virtudes son más escasas y fáciles de empañar.
Y qué mejor sitio para buscar este tipo de personajes que un ring, parada final (o casi) de héroes de barrio, antihéroes sobrepasados, gigantes con pies de barro y supervillanos de todo tipo, ruines o encantadores, mezquinos o bien simpáticos, hechos la mayoría con ingredientes muy parecidos siguiendo pautas que se repiten como en una novela de género.
El último de esta estirpe es Tyson Fury, un ogro amable de físico estrafalario, ajeno a los cánones del deporte o la estética, dotado de rapidez y técnica no en consonancia, y gitano para más señas. Si alguien quería a un heterodoxo para el papel de protagonista en estos tiempos contrarios a lo binario, aquí está.
Ayer se enfrentaba a Dillian Whyte, un tipo con todas las papeletas de archienemigo en sus manos: serio, agresivo, con ecos de Sonny Liston, sin concesiones a nada y con una biografía repleta de pinceladas de malditismo y carácter. Nacido en Jamaica, emigró más tarde a Inglaterra, criándose en ese Brixton negro al que cantaban los Clash y que aún suena a disturbios y prototipos, como ese de que no fue mucho a la escuela, que tuvo un hijo a los 13 años y que el boxeo le dio una oportunidad.
Ya el ritual de pesaje fue un anticipo de lo que llegaba, con Fury en el centro del ring llevando la iniciativa del show ante un Whyte que cultivaba su seriedad hiriente sabiéndose en inferioridad. Las bromas del Rey Gitano para restar tensión al instante no hicieron mella en Dillian, consciente de que solo tendría oportunidades subido al ring, y aún así pocas.
Llegado el momento, así fue. En un Wembley siempre de gala que no conoce los días normales, el público iluminaba las gradas con sus teléfonos para captar al Rey, diminuto allá en la distancia como los reyes auténticos, que no están cerca ni al coincidir con ellos en un recinto.
Sonó la campana y todos querían que Fury tumbara al malo como ya había hecho con Wilder, otro villano de manual que resultó no ser tan fiero como lo pintan, al menos para un campeón con todo para consolidarse entre los mejores, también afuera del cuadrilátero. Tras un primer round de tanteo y nada, el jab de Tyson marcaba la pauta y desesperaba a Whyte, que embarulló el combate tratando de hacerlo bronco, como para hacer frente a la calma de Fury y a su locuacidad.
Todo esto hasta el sexto. Entonces el Rey Gitano conectó un uppercut de los que sale en los libros y terminó el trabajo. Seguro que Wembley hubiese querido más, pero habían ido a ver eso y a jalear a su rey amable en la guerra contra los malos. God save the King.