La estación de tren de Belgrado es uno de los sitios más perturbadores en los que he estado. Se encuentra en una hondonada larga que recuerda un poco a la central de Lemóniz, quizá porque lleva sin terminar desde los años 70 y parece que está abandonada. Inexplicablemente, como muchas cosas en este país, funciona. En un alarde de pragmatismo, el techo, que se ha quedado a nivel de calle, es una especie de parking en superficie en mitad de la nada donde puede que no compense aparcar, pues nada merece la pena por los alrededores y sobran plazas al tratarse de parques y zonas residenciales. Aún así, hay muchos coches en la explanada, aunque no me he acercado lo suficiente como para reconocer los modelos y quiero pensar que son Zastavas y Opel de los últimos años de Tito y que llevan ahí esperando a sus dueños desde esa época.
Al lado de los vehículos florecen manojos de hierro de las columnas sin encofrar, como esas series en las que los capítulos terminaban con un subtítulo en el que ponía «Continuará», que es lo que hacen las series de todos modos. Puede que rueden más temporadas de esta algún día, aunque por el momento el gobierno de Serbia, como antes hizo del de Yugoslavia, se empeña en reponer el mismo capítulo en bucle.
Por dentro la cosa no es más prometedora. Los andenes están vacíos y sobran techo y oscuridad. En una época en la que los estadios e infraestructuras son centros comerciales repletos de tiendas que eclipsan su función principal, resulta curioso ver una sola cafetería y una taquilla mínima, que aún así resultan holgadas dadas las circunstancias. Siento pena por los trabajadores que ejercen en esta fábrica con aires de barco varado o de mina, tres símiles a cada cual peor, y me pregunto con qué ánimo afrontan cada jornada en este antro frío y desapacible, sin luz natural, viajeros, ni apenas expectativas. Puede que sea el vórtice de alguna energía oculta, telúrica o de otro tipo, un lugar de poder como Göbekli Tepe o El Escorial en el que se tienda a lo misterioso y el tiempo adopte formas extrañas, pues los ferrocarriles conducen a pocos lados, ninguno internacional, y lo hacen en plazos inasumibles para el tamaño de la región.
De vuelta afuera, la vida real no ha regresado. Se permanece en un limbo similar al realismo mágico, donde es posible que haya dos lunas o dinastías interminables de personajes en las que todos se llaman igual. Pesa una atmósfera densa de día festivo, como uno de esos domingos que dos o tres veces a la semana salpican esta ciudad. Me escapo con cierta dificultad hacia el estadio del Partizan, donde se juega un partido de trámite para cerrar la liga. He vuelto a la realidad. La de este año ha vuelto a ganarla el Estrella Roja.
Magnífico cuadro en negro y gris de un espacio inconcluso , desaprovechado o superfluo donde la soledad y el frío ocupan lo que los escasos pasajeros no alcanzan a darle :la utilidad que se espera en un lugar de tránsito, prisas hacia algo que pueda dar a entender que hay objetivos que aquí parecen inexistentes.