Resulta que el ministro de Rusia Sergei Lavrov no ha podido viajar a Serbia porque montenegrinos y búlgaros no le han dejado su espacio aéreo. Ni siquiera Andrei Gromiko, «Mr. Niet», paladín de la Guerra Fría, su homólogo de la era soviética, tenía que preocuparse por subalternos de tan bajo rango, pero los tiempos líquidos del presente ofrecen estampas así en lugar de otras como Fidel Castro en el Lincoln Memorial o el propio Gromiko en la ONU, que era como jugar en casa del enemigo sin despeinarse.
A cambio, Belgrado se ha engalanado con la bandera propia y la de Alemania en cada farola del centro, en un curioso cambio de cromos que ejemplifica perfectamente la esquizofrénica política de exteriores de Serbia, oscilante entre las lealtades viejas y nuevas, entre las manos que dan de comer o collejas; se trata, en definitiva, de escoger entre el petróleo ruso y los fondos de cohesión europea. Por suerte para el gobierno de turno, se va rebañando de todos lados, como esos niños beneficiados materialmente por el divorcio de padres que no se sabe si compran lealtades o expían la culpa.
En medio de todo esto, la ultraderecha nacionalista serbia decora paredes y muros con zetas mayúsculas y enseñas rusas, así en plural, no solo por la cuestión numérica sino también por la variedad, pues la bandera actual se alterna con la zarista sin grandes problemas, algo bien comprensible teniendo en cuenta que ambas son muy bonitas y que a los amantes de estas liturgias eso es lo que les interesa.
En cuanto a la izquierda, navega contracorriente de sus congéneres europeas y ataca el vínculo con los rusos tachando aquellos graffitis que lo celebran. Ensucian también los retratos de Ratko Mladic, el héroe/villano de Srebrenica, aunque curiosamente lo hacen con grandes zetas, un código algo confuso dado el contexto.
En medio de todo esto, el torbellino en que se ha convertido el mundo parece estar lejos. Serbia se pliega orgullosa sobre sí misma mientras levanta el periscopio y espera. Como en la era gloriosa de Yugoslavia, cuando compaginaban cooperativas con coca-colas y ganaban mundiales de baloncesto, y todo con menos gente que Nueva York.
Quizá los serbios no sean los mejores en nada, no sean prioridad para nadie y sus cifras sean siempre modestas, pero ahí están, sin espiral de precios por el control estatal y con el depósito lleno; mimados por rusos y occidentales discretamente, ajenos a las disputas dialécticas que van descosiendo a occidente y siempre con tiempo para un café.