En teoría, un Serbia-Suiza no suena atractivo ni en un Mundial, se juegue en Catar o en Maracaná. En cambio, el de ayer con los octavos en juego fue un partido venido a más por cuestiones ajenas al fútbol. Con los suizos (país inventado por excelencia y aupado por intereses varios) jugaban dos extranjeros (uno de ellos, el capitán) con más interés en su origen que en su supuesta bandera, relegada por ello a la categoría de enseña de conveniencia. No trato de descalificarlos ni me corresponde el reparto de pasaportes, me limito a hacerme eco de sus prioridades en lo tocante a la identidad. El caso es que los futbolistas «helvéticos» a los que me refiero priorizaron sus intereses albanokosovares sobre los de Suiza, y llevan así varios años. Esto les da un plus de mordiente cuando el rival es Serbia, como fue el caso, pero el recurso a los intereses propios por encima de los de la comunidad no es sino la base de la motivación de los mercenarios. Quizá por eso encajen tan bien en Suiza, país fundado sobre el dinero dudoso y la subasta de sus soldados. Quizá por eso nadie se rasgue las vestiduras en un momento en que las identidades se han convertido en vulgar mercancía y las selecciones de fútbol o de cualquier deporte, en una opción más de mercado bajo el slogan de la multiculturalidad.