El anciano estaba en las últimas. Llevaba dos muletas, su cara era el mapamundi de una hamburguesa y llevaba un respirador artificial que le confería cierto aspecto de cosmonauta y emitía un desagradable sonido audible hasta el asiento del conductor. Ocupaba dos asientos con su parafernalia de enfermo: uno rojo de inválido y otro azul para todos los públicos. El transporte se detuvo para soltar y coger pasajeros, y cuando su motor daba los primeros resuellos que indicaban que el trasto reiniciaba la marcha, dos personas muy parecidas, de unos cuarenta o cincuenta años, se acercaron a la ventana desde la calle y levantaron las manos al unísono para hacerle la peseta al enfermo. “Pa vuestra madre, pa vuestra madre…”, fue la respuesta del penoso pasajero, con una voz que apenas le salía de la garganta. Los rostros de sus enemigos se endurecieron y continuaron enarbolando la bandera del odio: la peseta, moneda en desuso de este país al que muchos han tachado de cainita y puede que no les falte razón.
¿Por qué a ese pobre viejo le trataban así? Algo debió hacer para que le faltaran el respeto a una persona tan mayor, postrada por las enfermedades. ¿Había una historia detrás de todo? Tal vez el viejo los había echado de sus asientos. ¿Quién sabe? Ni la enfermedad consigue que dejemos de lado “la parte chunga”, como decía cierta banda de rock. Los problemas personales sirven a veces para, en lugar de buscarles solución, catalizar nuestra mala leche a través de otras personas.
Odio. Cainismo. Sí, no hace falta más que echar un vistazo a un manual de Historia para tener que admitirlo. Nos hemos odiado a muerte, oficialmente, cuatro veces, pero no hay que olvidar los muchos conflictos “no oficiales”; un ejemplo: al tiempo que se declaraba la guerra de independencia en 1808, el país casi arde por sí solo debido al estallido de las revueltas internas: patriotas contra afrancesados (que no dejaban de ser españoles los pobres), campesinos contra aristócratas, etc. Si nos quitamos de la cabeza la expresión “guerra civil” y seguimos hojeando ese manual, hay un infinito quita y pon de constituciones, monarquías, golpes de estado y, sin echar mano de libro alguno, sólo viviendo el día a día, cambios de gobierno con bases ideológicas muy diferentes.
Es el viejo problema de siempre. La gente nunca aprende y el fascismo, así como otras formas rancias de pensar y de vivir, surgen una y otra vez para intentar tomar las riendas. Tampoco debemos olvidar que hemos odiado (y de paso achicharrado) a otras culturas. Odiamos lo diferente, lo que es más pequeño de lo normal, lo que tiene otro aspecto o habla otra lengua. “Perro verde” es un exótico insulto para referirse a aquellos que tienen otros gustos y no comulgan con lo generalizado. Un superviviente de la educación franquista contaba cómo sus maestros le decían que era homosexual (el término que usaban era en realidad más fuerte) por el simple hecho de que amaba la música pop. Eran otros tiempos y hoy por hoy se intentan anestesiar los odios pasados (bueno… algunos), pero olvidando los presentes. Por último -y aunque fuera sano e inocente a su manera- uno no olvida las primeras lecciones de mala hostia hispánica de los “Mortadelos”. Esa cosa del “tú me has hecho esto, pues verás lo que yo te hago”. Nos parecía brutal cuando alguno de los personajes perdía la paciencia y convertía en arenilla una viga de hierro contra la cabeza de algún andoba. Al final se les veía en destinos exóticos, como el polo norte, huyendo de la justicia, mientras el agresor repetía: “Tuve que hacerlo, tuve que hacerlo…”
Filemón persiguiendo a Mortadelo con inquina; en la próxima historieta puede que sea al revés.
En el libro del que vamos a hablar, una crónica rabiosamente experiencial, se empieza por describir el malsano ambiente del colegio, que será el caldo de cultivo (con sus abusos y maltratos) para lo que vendrá después. Ah sí, resulta que todo este fárrago era una suerte de preludio para hablar de Al salir del barrio de Miguel Ángel Conejos, la memoria de los años más caóticos que vivió su autor.
Pero antes no estaría mal hacerse esta pregunta sin dar pábulo al miedo: ¿es necesario el odio? En ciertas ocasiones puede que sí; es posible que sin odio, sin ese fuego dentro, no pudiéramos hacer frente a situaciones que nos pueden herir física o anímicamente. Al salir del barrio muestra con diamantina claridad esta tesitura. Como dice Miquel Ramos en el prólogo: “Nunca fue bonita esa historia y por el camino se perdió a gente maravillosa”. Sin embargo, ¿qué otro camino había? ¿Había alguien más que se enfrentara al violentísimo neofascismo de los 90? Nadie, ni la policía, ni tampoco los políticos, sólo una militante pandilla de skinheads “sharposos”, como eran llamados por sus enemigos (de SHARP, siglas en inglés de “Skinheads Contra los Prejuicios Raciales”), preocupados a su manera no sólo por éstos sino por otros tipos de prejuicios y a grosso modo por hacer ver que skinhead no es igual a nazismo. Esta tesitura del odio, esta lucha contra el fascismo y las teo-tonterías del white power ha seguido existiendo en España cuando ya en Gran Bretaña y Europa casi ha sido olvidada. A día de hoy no es raro que siga apareciendo algún que otro fanzine SHARP. Parece que ocurre siempre así; cuando exportamos una tendencia lo hacemos bien.
Jovencísima pandilla multirracial de skinheads.
Editado en el presente año de 2022 por la impagable “Ovejas Negras”, el libelo de Miguel Ángel presenta una imagen de portada que puede llevar al equívoco con esos tenis colgados de los cables de la luz. Con el sempiterno fondo de un suburbio y de una clase obrera muy estragada, la historia comienza en el colegio, una infancia entre la naturaleza y la crueldad, víctima de los que tienen más poder. ¿Quién no ha vivido ese primer bocado amargo de la vida? La mayoría jamás descubren, como sí lo hizo el protagonista, que cuando retas al fuerte, el poderoso ahora lo eres tú. Esa anécdota posiblemente marca la diferencia y el peculiarmente violento devenir del personaje y sus más íntimos. El paso al gamberrismo de barrio en la primera adolescencia, otro tipo de juego de poder, es natural y lógico. El entorno de extrema fealdad vital no deja más opciones. Luego vendrá la identidad tribal, acercándose a sus corazones poco a poco, poco a poco, a veces con un simple dobladillo en los Levi’s o la búsqueda de las Doc Martens adecuadas. En fin, esos pequeños detalles estéticos que los diferenciarán de las facciones opuestas. En definitiva, el “auto-adueñarse” subcultural del joven Red skin, aunque hayamos buscado una expresión un tanto rocambolesca. Se sabe que en el Reino Unido tanto los skinheads como otras subculturas llegaron a tener verdaderas contiendas a causa de los gustos musicales. Los primeros fueron los “Modernistas” (apasionados del modern jazz y germen de lo que luego se conocería como Mods) contra los fachosos y mal vestidos “Trad dogs” (amantes del trad o jazz clásico). Esto ocurría a finales de los años 50 del siglo pasado. Los violentos Teddy boys (que fueron la primera subcultura y de la que ya hay evidencias en los años 40) sostuvieron auténticas batallas campales contra los punks en la segunda mitad de los años 70. Los teds estaban hartos del predominio mediático del punk rock, mermando la difusión del rock ’n’ roll clásico que ellos adoraban.
Teddy boys. Elegantes, peligrosos y longevos culturalmente hablando.
En el entorno descrito por Al salir del barrio no se lucha por música sino por ideología. Estamos en el culo del mundo y no es Vietnam, es La Jota, un barrio obrero de Zaragoza, y entre candilejas un círculo vicioso de odio, donde nadie sabe quien empezó primero, si los “nazis” o los “putos rojos”, como se llamaban visceralmente unos a otros. Los nazis aprovechaban bien los momentos de debilidad del enemigo; por ejemplo, si encontraban a unos SHARP durmiendo en el parque, les zurraban duro sin darles la oportunidad de defenderse. Vaya un despertar. Una de las escenas de violencia, datada por el autor en 1995, no deja de ser chocante e incluso pintoresca. La pandilla de Miguel Ángel, cansada y bebida como está, sale en busca de algún local donde pongan la música que les motiva; de pronto alguien profiere a sus espaldas: “¡Cómo me gusta vuestro paso militar!” Luego, con el brazo en alto grita: ¡Arriba España! Se hacen los locos para no caer otra vez en lo mismo, pero los insultos medran y entonces se vuelven y enarbolando puños y botas, les dan su merecido. Esto sucede en las últimas páginas del libro y es casi el final de nuestro personaje, que a partir de ahí da muestras de estar harto de esa vida.
Por extraño que parezca, cabe el amor en ese círculo vicioso. Claro que sí, incluso en la espiral más cruda de la violencia. Y caben más cosas: hay detalles nítidos y entrañables de una familia de clase media baja, con la imperecedera televisión de fondo. Tiene cabida, por supuesto, la música. Sobre todo la música, un verdadero motor que influye en sus vidas y les distingue de los demás, y que supone para ellos un mundo a descubrir. Ska, Rocksteady, Oi!, etc. El lector puede unirse al autor y escucharla, con sólo escanear un código QR impreso en la última página. Debemos saber apreciarlo si se piensa que acceder a esas grabaciones supusieron entonces meses de ahorro o de suplicar a los padres. Importante era también para él y su grupo descubrir las formas de bailar esos ritmos, a veces por puro accidente o capricho de moverse de una forma u otra.
Del final de la historia puede llegar a pensarse que está inconclusa o que dará paso a una segunda parte, pero está muy claro: el autor/personaje muestra claramente estar “harto de ese rollo”. Para más inri, en la última página un poli le apunta a la cabeza y dispara, quedándonos con la incertidumbre de si la bala dio en el blanco o no. Pero el título nos lo está diciendo todo: Al salir del barrio. Miguel Ángel dejó atrás todo eso, es lo que se trasluce en el texto. Seguro que “salió del odio”. Se trata de un final elusivo, del que ya tenemos muestras en algunos clásicos de la literatura. Es un final, por ejemplo, del estilo de La Fanfarlo de Baudelaire. Tras confesar el protagonista a su amante que conquistarla fue un juego para ganarse el amor de otra mujer, ella jura que se las pagará. Lo que no nos deja ver es la vida anodina y sin pasión que llevará aquel a partir de entonces. Estamos en definitiva ante un libro fresco del que quizás no pueda decirse que tenga mucho estilo o no pueda ser llamado literatura. Quizás. Por hablar mal que no quede. Pero también se puede decir, afirmar sería la palabra adecuada, que es el relato más vívido que se ha escrito sobre estos temas tan difíciles.
José Leandro Ayllón