En este 2023 recién estrenado hemos llegado al futuro al que Marty McFly regresaba en la peli de culto de los 80 y superado con creces el apocalipsis robótico al que aludía Blade Runner. Los coches no vuelan y a los androides los mantenemos a raya, pero la distopía avanza por derroteros inesperados y más feudales que tecnológicos, si bien todo suma para que cualquier analista de tiempos pasados pensase «pues no hemos cambiado tanto».
A veces nos deslumbramos con la tecnología y sus términos asociados, acabados casi todos en -ing, pero la realidad es tan campechana como lo ha sido siempre, pues tiene la deferencia de desmontarnos los planes a las primeras de cambio. Y para muestra un botón.
Leo sin estupor pero con cierta empatía que el 80% de los trámites telemáticos relacionados con la Administración se dejan a medias porque el usuario no los entiende. Traducido a criterios presentes, como cuando las cifras en dólares del pasado se ajustan a la inflación, esto supone en la práctica que somos analfabetos, al menos la mayoría (y me incluyo porque a mí me ha pasado).
Quizá la rebelión de las máquinas a la que aluden el cine y novelas catastrofistas consista en esto, pero yo creo más bien que la sombra alargada del ser humano se intuye entre bambalinas.
No puede decirse que sea algo nuevo, ya que la burocracia no ha sido nunca tarea fácil, al menos cuando se pide algo, pues en sentido contrario funciona con precisión suiza y puntualidad británica, y ya era así desde que los esbirros del rey o señor de turno se plantaban sin excepción y con calculada distancia ante los campesinos de las aldeas más apartadas para exigirles el porcentaje correspondiente de su cosecha.
Más tarde, los tiempos y las mentalidades fueron cambiando, y para adaptarse a ellos sin desprenderse de privilegios por el camino, el Leviatán multiplicó sus tentáculos en forma de burocracia accesible (en teoría), esa a la que puedes dirigir una instancia para llorar por migajas que en realidad son tuyas.
Solo el avance tardío de la alfabetización le dio un cierto sentido práctico a esta cercanía administrativa, pues sin saber leer o escribir, difícilmente podías optar a nada. El caso es que el populacho, ahora precariamente letrado, podía por fin hablarle a sus superiores sin quitarse la gorra del todo. Es un decir. La trampa y la ley se dieron la mano en forma de un lenguaje deliberadamente opaco ante el que desistía la mayoría. Nos va sonando de algo.
Quedaba un as en la manga. Cuando la fiebre ilustrada y supuestamente buenista del XVIII inició su vorágine reformista (y controladora), el poderoso instrumento que es la escritura tampoco escapó a sus cuitas. Debía evitarse que los comunes la dominasen lo suficiente como para que resultase útil, así que los distintos Estados crearon instituciones para dotarlas de normas y giros solo para iniciados. Ese y no otro es el origen de la famosa R.A.E, que limpiaba, fijaba y daba esplendor en forma de reglas desconcertantes y de excepciones a todo trapo que servían de filtro social ante el que las faltas de ortografía servían como prueba de cargo.
Como en casi todo, aquí solo se copiaba lo que se hacía en lugares más avanzados, donde el refinamiento llevó a códigos más arteros si cabe. Solo un ejemplo: incluso los que no hablamos francés, o sobe todo nosotros, somos conscientes de que hablado y escrito son dos idiomas distintos, por eso nos abstenemos de pronunciarlo o pedimos disculpas trufadas de risa para disimular el rubor que supone no ser capaces de pronunciar siquiera el nombre de un futbolista aunque lo tengamos delante. No es para tanto: a los franceses también les pasa, pues ese era justo el espíritu de las leyes que rigen su idioma.
En cuanto a nosotros, puede que un quítame allá esas haches o confundir ges con jotas no nos parezca grave, pero en esta era post-digital y en los albores del metaverso, dejar un trámite a medias en la administración porque no eres capaz de usar tu DNI electrónico es una patada al orgullo y una putada mayúscula.