La actualidad tiene algo asombroso: por más recovecos que le busquemos, todas las tramas nos suenan de algo, como esos chistes contados en serie en los que solo cambian el nombre del parodiado y el gentilicio. Ante este eterno retorno, los periodistas repiten fórmulas tan ensayadas que hasta la inteligencia artificial más binaria es ya capaz de replicarlas con éxito y más allá, y esto no es más que el primer capítulo. Pronto los bots suplirán a los reporteros sin que apenas nadie perciba el cambio, pues el oligopolio de las agencias en lo tocante a la redacción de crónicas y noticias es ya moneda corriente desde hace décadas. El resultado es una cosa curiosa: son justo los medios que están más cerca del ciudadano aquellos que más recurren al corta y pega de mayoristas informativos, de modo que cuando lee el periódico con más solera de su provincia, está consumiendo el producto de una franquicia sin darse cuenta. Pasa lo mismo cuando va por su barrio o por la milla de oro de su ciudad, que podrían cambiarse indistintamente por los de al lado, o por cualquier otro, sin que los afectados pudiesen sacar en claro si se ha ganado o no con el cambio.
En medio de esta ortodoxia de facto, nuestras ideas se van conformando en una atmósfera de libre albedrío tan placentera como dudosa, y solo la viralización de expresiones, palabros y contenidos nos puede servir de pista al respecto de la lobotomización en ciernes que nos rodea.
A todo esto, y hablando de moldear la opinión del público, hay que reconocer que nos la dan con queso como a los niños pequeños. O con azúcar, que lo almibara todo para ocultar el sabor de los ingredientes. Lejos de molestarme, esto me produce una admiración inmensa, pues si en la era de información en vena y sociedad de posgrado y máster nos cuelan el tocomocho sin despeinarse, no puedo más que pedir un sentido aplauso.
Eso merecen al menos los que nos han colado que el globo sonda que pululaba por los Estados Unidos cual holandés errante era un invento de los espías chinos. Un puto globo. En plena era de los satélites, de miniaturización de tecnologías y de oleadas de drones librando guerras. Sería para enfadarse si nos parásemos a pensarlo, pero la historia de caballeros nobles y lobos acérrimos suena tan bien como lo ha hecho siempre, así que por qué cambiar, si encima podemos poner la guinda mandando unos cazas para matar al malo.
Llegado este punto, no sabe uno si la ficción se nutre de nuestras vidas o es lo real lo que copia de las películas, pues al Top Gun de mentirijillas se le une estos días un hecho igual de pomposo. Resulta que un mercancías que transportaba productos químicos se ha accidentado en mitad de la nada (o casi), lo que en Estados Unidos supone un despliegue de medios y titulares a la altura de los guionistas de Hollywood, o Netflix, o la deep web, o lo que nutra ahora las fantasías del ciudadano medio amargado.
Y así nos hablan de «El descarrilamiento tóxico del tren de Ohio», un nombre de superproducción multimillonaria que augura afluencia masiva a taquillas, o a lo que sea. Después puede que el resultado no sea el esperado, pero en medio de todo esto hemos creado en el ciudadano una sensación de desasosiego y apocalipsis que lo mantendrán pegado a la silla y dispuesto a aceptar lo que venga, sea en esta película o en su secuela.