Puede que hablar del Mal suene a cuestión teológica, o filosófica, o desemboque en debate moral bizantino en los tiempos de Twitter, pero es algo tan cotidiano que cualquier reflexión es válida, pues hay material de sobra para cualquiera. Escrito así con mayúsculas parece un concepto vago, pero es sencillo ponerle cara y despotricar.
El cristianismo lo llama pecado, y a su versión laica la determina la ley, que es un conjunto de normas interpretables, por mucho que las escriban en piedra. Como resulta que el Mal es cuestión de matices, se van distinguiendo las sensibilidades a la hora de interpretarlo, de modo que los pecados más de diario se acaban viendo con indulgencia, y quizá por eso de no arrojar la primera piedra, se catalogan como veniales, que es la versión religiosa de la diferencia entre delito y falta.
Otras veces el Mal desemboca en horrores de gran formato, haciendo más fácil catalogarlo, pero una mirada próxima nos enseña que los montones más grandes se forman gracias a aportes pequeños, y que procesos terribles como los genocidios son engranajes con piezas mínimas y actos que por sí solos serían inofensivos en muchos casos. Es lo que Hanna Arendt llamó la banalidad del mal, aplicando el concepto a un Holocausto nazi apoyado en los actos grises y burocráticos de tipos mediocres como Adolf Eichmann, que despachaba trenes con gente a los crematorios del mismo modo que hubiese tramitado una multa de tráfico. Con el respaldo de leyes y convicciones, millones de Eichmann armaron procesos análogos a lo largo de toda la historia, sin que el inagotable ingenio del ser humano desarrollase más justificación que el ya conocido «yo solo cumplía órdenes».
Al final la sentencia más lúcida sobre la ley y el pecado la emite el ex-forajido y más tarde sheriff Pat Garrett en la versión cinematográfica de Sam Peckinpah. Cuando un cómplice de otros tiempos le recrimina su cambio de bando, el personaje interpretado por James Coburn responde «Es una forma de seguir vivo. No importa en qué situación estés, siempre tienes razón».
Sin el empaque lacónico de Pat Garrett ni la eficacia ramplona de Eichmann, también los gestores y sheriff hispanos dan rienda suelta a la revisión continua de ley y pecado, que interpretan por libre al dictado de la jurisprudencia de siglos de corrupción sistémica. En ese engranaje que es el Estado, se forman pequeños montones de a poco que pueden ser escurridos con mano izquierda y complicidad, solo que a veces se sube la apuesta hasta los límites que marca un cubata.
Quizá así se forjó el último tocomocho en las altas esferas, al que la prensa ha llamado «Caso Mediador» para que nos vaya sonando. Resulta que un diputado formó una trama que adjudicaba a empresarios afines supuestos contratos con el sector público a cambio de un módico precio. Por el camino lo celebraban con cocaína, putas y Moët Chandon, que suena a canción de reguetonero o a caspa made in Sabina, pero es realidad. Una muy cutre, a juzgar por los vídeos que se filtraron, con pisos destartalados, fiestas en calzoncillos y la luz nada fotogénica que dan las bombillas a pelo.
Completa la escena un fichaje de relumbrón: un general de la Benemérita en funciones de cobertura, que es como el cuento del forajido con placa o el lobo supervisando al rebaño.
En esta plantilla de nivel Champions, de ley con mayúsculas y de pecados ya no veniales, sino capitales, la avaricia y lujuria se ven desprovistas de rango teológico y se convierten en manifestaciones rasas de la simpleza del ser humano. De su primitivismo. De su banalidad. Una que les proporcionaba dinero y sexo. El sexo lo conseguían pagando, que es la manera más deshonrosa por parte y parte de conseguir el favor de alguien. En cuanto al dinero, el forajido con placa se lo guardaba en una vulgar caja de zapatos, convertida sin pretenderlo en fetiche totémico de la banalidad del mal.