Para un misántropo, la gala anual de los Oscar es lo más parecido al infierno de Dante. Al recelo inicial que plantea el gremio de los artistas faranduleros se unen la crueldad de la industria (da igual el ramo) y una desconfianza ciega hacia el ego del ser humano. El resultado es una mascarada donde nada es lo que dice ser, aunque esto no debe pillar por sorpresa a nadie: hablamos de un gremio que se dedica a la irrealidad.
El resultado es una picadora de carne monumental, una trituradora de proporciones bíblicas que deja por el camino cadáveres literales y fiambres en vida, que surte de escándalos y diretes a las revistas del corazón y nutre de anécdotas escabrosas a reportajes de todo tipo, incluidos los serios. Son tan jugosas las historietas que proporciona Hollywood que no importa mucho si son reales o no, pues un buen guion vale oro y hablamos de un sitio en el que éste provoca fiebres.
El gran triunfo de la factoría californiana a destajo, de este polígono soleado de condiciones extenuantes, es que consigue atraer a sus víctimas a pesar de todo, y estas van por su propia mano en riadas sordas pero constantes, esperando que el oropel de los triunfadores que son excepción y reclamo sea también su destino, y no el de los miles que apenas alcanzan la orilla sirviendo copas que sirven de sucedáneo mientras se paguen facturas.
El día de autos, el Martes Gordo del Carnaval de las vanidades, nada de esto preocupa a nadie. El espejismo deslumbra a los náufragos, que se niegan a pellizcarse por si aparece la realidad. A fin de cuentas, de eso también hay en Minnesota u Ohio, y en el Estado Dorado al menos el clima es bueno.
Qué maledicencias y puñaladas no habrá en esos ambientes frívolos y adinerados en los que todo se mide y se tasa, en los que la intensificación de la producción se aplica con profusión taylorista a una industria basada en el capital humano, que es también la materia prima, el deshecho y la oferta y demanda.
En este contexto, cada paso es una estrategia y cada frase una llamarada, o un eslogan, o una proclama. Toda acción desemboca en el filo y lleva entre los dientes una navaja, de modo que cuando se delibera sobre los premios, los cálculos son al milímetro y, de no ser porque muchos se anulan recíprocamente, la entrega se quedaría en nada.
Así las cosas, los resultados son lo de menos. Ocurre siempre cuando se otorgan premios que no se deben a un campeonato: hay una mezcla de simpatías, odios y de visión comercial que da un valor relativo al conjunto, aunque se agradece de todos modos. En este caso, los ganadores de un tiempo a esta parte suelen ser los que basan sus actuaciones en un cambio físico deslumbrante (si hablamos de intérpretes) o los que dan voz a una causa que esté de moda (así, en general), con dosis extra de corrección política y filosofía woke si el implicado es miembro de alguna comunidad oprimida.
Son ingredientes muy indigestos para un misántropo, por eso no he visto ninguna de las películas, ni he leído nada sobre la gala. En lugar de eso, escribo de oídas la croniquilla que escuchan, que pasará sin pena ni gloria a menos que emocione a algún mecenas de Hollywood que esté dispuesto a marcar el Teléfono Rojo.