Mientras en Francia los revolucionarios mataban a Luis XVI, la España de Carlos IV cruzaba los Pirineos en pro del absolutismo. El resultado de esas apuestas cruzadas es conocido: hoy Occidente se rige por el modelo fundado por los primeros, lo cual incluye, tras muchos pesares, también a España. Quizá los instigadores más inspirados del nuevo régimen se echaron las manos a la cabeza al ver la deriva bonapartista que sobrevino al poco, pero hoy les parecería honesta al lado del retintín cuartelero que sobrevuela a la democracia (cierro comillas) cada vez que ésta se encuentra en apuros. Quiero que se me entienda: no hablamos solo de militares que enseñan sus sables de vez en cuando y celebran excusas baratas como la que hay en Ucrania, sino de palmeros que tragan las susodichas prolongaciones fálicas con regocijo propio de un feudalismo acorde a jerarquías pasadas más que a alguna versión muy laxa del denostado concepto de la igualdad.
En otras palabras: la democracia pseudo-ilustrada que oculta la esencia animal de Occidente se ha travestido de un institucionalismo que aparca el cambio real y lo prostituye. Quizá la esencia de la revolución burguesa fuese esa misma desde un principio, pues sus protagonistas eran más leguleyos y paniaguados de las instituciones que verdaderos burgueses en el sentido más mercantil del palabro, pero a estas alturas eso no importa nada.
Lo más relevante de todo análisis es siempre el presente, y en éste, mientras que Francia arde porque los revolucionarios ven traicionados los más sagrados de sus principios (hablamos de las pensiones y no de lemas absurdos), en la vertiente Sur de los Pirineos, sus jerifaltes se enzarzan en las instituciones en batallitas romas que no conducen a ningún lado. Esgrimen en este caso una moción de censura (otra) desactivada ya de antemano y desgastada por actorzuelos de quinta fila, poniendo de manifiesto que la distancia abismal que señalan los Pirineos es aún mayor que aquella que, para Víctor Hugo, nos situaba en África; poniendo de manifiesto digo, que la diferencia es tan notable como la que hay entre la guillotina como instrumento de cambio y el vericueto absurdo que representa Tamames.