“BARON’S COURT, ALL CHANGE” es el verdadero título de este libro. Lamentablemente el subtítulo ha sido traducido como “Final de trayecto”, perdiéndose gran parte de la intencionalidad de la obra, si no toda. Resulta que Baron’s Court era la última parada del metro londinense, la que dejaba atrás la periferia, tan odiada por el autor/protagonista, y le permitía adentrarse en las maravillas del Soho. En realidad, había pocas cosas que el autor no odiara, si hacemos caso de lo que ha escrito aquí. Londres le parecía monótono; las calles todas iguales, lo anodino de la gente, etc. etc. Si Baron’s le resultaba mágico es porque le daba acceso a la música, a la droga, a la ropa de Carnaby Street, al ambiente de los locales del Soho y de Hammersmith. Todo cambia. Fuera de eso está el desierto cultural, no hay nada de interés para él. ¿Y quién no se ha sentido así alguna vez? De los comentarios procedentes de la gente que lo ha leído, se podría concluir que éste no es un libro de los que se dicen inolvidables. Sin embargo, tiene sus claves y hay que saberlas percibir. La verdad es que se trata de un escrito muy sobrio, pero la realidad que rodeaba al narrador no lo era menos. Aunque se editó en 1961, la acción se sitúa en los últimos años de la década de 1950. La Inglaterra de posguerra era cuando menos penosa. El país estaba arruinado en todos los sentidos: la deuda externa estaba subida de tono, aún no se habían restaurado del todo las construcciones arrasadas por los bombardeos de la Luftwaffe, el consumo diario estaba racionado y psicológicamente se sentía cierta vergüenza por las derrotas sufridas o, todo lo contrario, rechazo hacia la idea de tener que admitir ciertas catástrofes como los bombardeos de Londres o el sitio de Dunkerque. Que sepamos sólo se ha rodado una película sobre esta batalla, la de 2017, y su final es como un efugio para hacernos ver que en el fondo (pero muy en el fondo) no perdieron. Por otra parte, la mente colectiva del british medio en estos años se aferraba a esa realidad, no quería salir de esa austeridad que, a lo que parece, defendió hasta que fue la juventud la que dio el paso, alejándose mentalmente de sus mayores y haciéndose incomprensibles para éstos. Se ha dicho de los mods que eran rebeldes pero no revolucionarios, sobre todo si los comparamos con los beatniks o con los hippies. Aunque a los mods no les interesaba en absoluto cambiar el mundo sino coger de él lo que deseaban, a ellos se debió la transformación ética y estética; en definitiva el salir de la grisura. De todas formas aún queda para llegar a los coloristas 60’s y es pronto para usar el término mod. Estamos como decía a finales de los 50.
(Modernistas: estilismo a partir de las ruinas)
De Terry Taylor, su autor, se ha dicho que es el primer mod, pero esta afirmación es un tanto gratuita, pues los primerísimos mods fueron jóvenes judíos del East End. Esto fue así simplemente porque, aunque sus principios fueron duros, manejaban más dinero. La Historia de Occidente les había condicionado de tal forma que no les quedaba otra que dedicarse al mundo de las finanzas, una vez que les estaba vetada la agricultura (siendo expertos en esta materia), el tener grandes posesiones muebles e inmuebles e incluso pertenecer a ciertos gremios artesanales. Así que, por si los ha habido, alejemos pensamientos racistas de nuestras mentes. Circunstancia extraordinaria, sin duda, era ver como los más afamados locales de jazz del Soho tuvieran como gerentes a judíos adolescentes. Como se ha dicho, aún es pronto para hablar de mods. El movimiento musical y estilístico que se crea en el Londres de la segunda mitad de los años 50, será conocido como Modernismo y a los chicos que abrazaban este “way of life” se les llamará Modernistas. Ambas palabras son conflictivas en nuestro idioma, puesto que chocan con una corriente artística y literaria panhispánica de finales del siglo XIX que redundó en el preciosismo y en la transmutación lírica de la realidad. Autores modernistas serán el nicaragüense Rubén Darío, Valle Inclán, Salvador Rueda y un largo etcétera. Asimismo, hubo un modernismo europeo, o anglosajón, a principios del siglo XX, mucho más vanguardista por cierto, que cuenta con autores de la talla de James Joyce, T.S. Eliot, Fernando Pessoa, e incluso algún teórico incluye a Lovecraft con su terror materialista. Podría haber una confusión semántica, pero si nos atenemos al momento y al lugar del que hablamos, “Modernismo” es una subcultura londinense que debe su nombre al “Modern Jazz” y que será el germen de otra subcultura, la Mod, sólo que hasta que esto ocurra harán falta nuevos gustos, nuevas ideas. El año en que aparecen los modernistas del Soho se suele fijar en 1956, año en que casualmente Cecil Gee crea una nueva gama de prendas. Puede que sea algo más que una casualidad, porque a saber quién empezó primero.
(El autor leyendo el más importante magazine británico de jazz. El jazz será la religión monoteísta de los Modernistas)
Dejando estos temas apartes, lo que sí puede decirse de esta obrita es que se trata de la literatura seminal del movimiento; hubo sin duda otras crónicas, pero esta es tal vez la primera vívida: lo que se cuenta en primera persona fue experimentado por el autor. Ese es el verdadero valor de “Baron Court”. Esperar demasiado de un libro, esperar que nos marque para siempre es cosa de adolescentes hippies que leen y releen el “Señor de los anillos”. Es posible que este sea bastante frío, pero la cotidianidad de que habla puede resultar interesante e incluso relevante como testimonio. Testimonio de una escena mal documentada, testimonio de una doble realidad: los padres y su creerse saber lo que le gusta a su hijo (sin haber descubierto el lema de Alfie/Michel Caine, tan aplicable a lo mod: “lo que me gustaba y lo que me gusta son cosas muy diferentes”, la hermana extraña por su ropa, por su manera de actuar (la Yvonne de “Quadrophenia”), a la que se odia y se ama a la vez, los recorridos en el “Tube” o línea metropolitana, la mezquindad del dueño de la sombrerería donde Terry trabaja… y por fin (redoble de tambor) la vida nocturna, la religión del jazz, los bailes sincopados. De la mano de una doble influencia, el Existencialismo y los Angry Young Men, el autor refleja todo lo que ve con cierta amargura y postura defensiva, quizás porque en el paraíso artificial del Soho tenían que compartir espacio con otras subculturas amantes del jazz, algunas más odiadas que otras: beatniks, trad dogs, etc. No hay otra música para él que el modern jazz. Es la única. Faltan algunos años para que se amplíe la gama y entre el soul, el ska, el R&B y otro transporte más personal que el “Tube”: los scooters. La droga citada como preferente es la grifa; hay menciones a otras drogas, pero siempre desde el rechazo: como el pastillamen estimulante que hará estragos en su tiempo entre los mods, los lisérgicos, más propios de beatniks y otros grupos. En cuanto al estilo, el gran Dani Llabrés cita tacones de aguja y cardigans para las chicas, así como americanas de caja, pantalones ajustados tipo sta prest y winklepickers (botines o zapatos de puntera muy aguda) para los chicos. Sin embargo en el texto del que hablamos sólo hay referencias a chaquetas de cuero o de ante y, aparte, a peinados masculinos de peluquería que valían su pelo (sic) en oro. La documentación gráfica muestra otro tipo de vestuario y delata la influencia yanqui. Lógico porque los soldados del US Army habían estado hasta hacía poco en suelo británico y todavía se veía algún soldadito rulando por las calles de Londres. Menos de una década después será más difícil acceder a estilos y ritmos de ultramar o de la Europa continental. La clave está en algo casi irrisorio: ¿para qué salir de Londres? O incluso: ¿para qué salir de algunas calles? Todo lo que interesa está ahí, aunque se tenga que abrazar algunas miserias. Baudelaire salió una sola vez de París y no quiso repetirlo, y la misma ligazón algo enfermiza la encontramos con Pessoa en relación con Lisboa, o Sawa con Madrid.
(Los complicados “jazz dances” modernistas. Obsérvese al joven penúltimo a la izquierda: pantalones zoot de influencia americana, camiseta matelot y sobrecamisa tartán)
Volviendo al mezquino sombrerero, finalmente un tangible boom económico cambia el panorama, lo que permitió a los chavales londinenses ocupar puestos que antes estaban reservados exclusivamente a los adultos. Esta mejora continuó hasta los 60’s. Por supuesto que los jóvenes no ocupaban cargos importantes; como Terry sólo eran dependientes o chicos de los recados. El protagonista manda a paseo al dueño de la tienda (otra vez “Quadrophenia”) y a su familia (bueno, como muchos jóvenes dejan a sus padres en nuestro país: los martes vengo a por las lentejas, los viernes recojo mi ropa ya planchada por mamá…) para traficar grifa con la ayuda de un amigo. Santitos no eran, la verdad, aunque siempre se ha querido ver que la música y la ropa eran lo único que perseguían. Al final la policía les pilla, pero es una chica que tan sólo consume la que es convertida en chivo expiatorio, delatándose a sí misma. Es el eslabón débil y la pasma ha sabido detectarlo, como nos cuenta Terry, pero aunque su amigo camello ayuda a hundir a su compradora, él enmudece y cuando reacciona ya es tarde: su visita a la comisaría en busca de una solución se convierte en una comedia bufa. Como último recurso busca a su hermana, que se había alistado en el ejército movida también por la necesidad de cambio, creyendo que ella le ayudará a salvar a su amiga. Este es el “tour de force” de la narración: un joven airado y pesimista que ha provocado el mal consciente o inconscientemente por la necesidad de salir de lo que desprecia, finalmente elige hacer lo correcto.
(Los cafés, otro atractivo para los modernistas)
“Baron’s Court, final de trayecto”, una historia que quizás no despierte entusiasmo, pero que tiene el mérito de ser ficción y documento único a la vez. No se ha expuesto todo aquí; aún quedan sorpresas que desvelar con su lectura.
José Leandro Ayllón.