Cada equis tiempo cambia la forma de dar las noticias, los contenidos y hasta el formato de los informativos. El periodismo se rige por modas aún en mayor medida que otros sectores menos pegados a la actualidad. Quizá por eso y porque trata de enmascararla, se afana en lavarse la cara a diario y en maquillarse, pero discretamente. Se trata de que el cliente perciba lustre y desasosiego, que es lo que induce a buscar respuestas en los periódicos o en la televisión.
Como cualquier industria regida por el mercado, ajusta al milímetro procedimientos y sueldos para ofrecer un producto que sobreviva en la jungla. Es un ecosistema salvaje en el que la supervivencia se alcanza a golpe de mutaciones, de pragmatismo y de declaraciones altisonantes de integridad, o de cercanía, o del valor que sea, y que el medio en cuestión asegura tener casi en exclusiva.
El resultado de tantos cambios, acelerados al ritmo que marca la sociedad, es una reinvención constante para durar. Por el camino se acuñan las etiquetas correspondientes, algunas con nombres anglosajones como reality o el apellido show, otras con un marchamo más literario o de alta cultura, que es como le gustaba vestirse al llamado «Nuevo Periodismo» de los 60, ese de Gay Talase, Tom Wolfe o Truman Capote, y que no era otra cosa que reportajes bien novelados que abrieron la puerta a los géneros hoy absolutos de no ficción y de tele-realidad.
Traducido a los tiempos que corren, todo esto implica una oleada de cambios drásticos, como la irrupción de youtubers y podcasts varios, sacerdotes profanos cuya falta de pedigree genera rechazo entre la aristocracia de espada, esa que ve a los recién llegados como intrusos en lugar de competidores, esa que apela a esencias difusas para justificar su sitio.
Y sin embargo, la nueva receta de cercanía y amateurismo acaba triunfando, así que se impone un estilo de periodismo sin filtros donde el listón se suele ajustar por abajo. Incluso los medios más rimbombantes ceden ante el avance del reel y el clickbait, del zasca y el chascarrillo, de la digestión rápida y azucarada.
El resultado es que los telediarios y los periódicos, antiguos reyes del mambo, están tan de capa caída como esos acorazados bestiales de la Segunda Guerra Mundial, como el Yamato o el Bismarck, cuyos cañones y metros de planchas blindadas no los libraron de ser relevados por simples mosquitos sin pena ni gloria como son los misiles, o más recientemente, los drones, carentes de mística alguna, pero imparables y más baratos.
El nuevo escenario requiere de más informalidad y de regusto a redes sociales, con una confrontación constante que desdibuje el tema a tratar y divida entre buenos y malos, creando bandos y favoritos cuyo resultado final es similar a la Royal Rumble, aquella batalla del pressing catch en la que se enfrentaban todos al mismo tiempo en un ring atestado de luchadores sobreactuados.
Por eso no es de extrañar que entre los medios tradicionales (la puta tele, que sigue durando) el nuevo rey del corral sean los magazines matinales (no confundir con este), un viejo formato para amas de casa reconvertido en foro para ministros y literatos, maridaje a priori extraño, pero no tanto, pues encumbró a un tertuliano como efímero ministrillo y escritor de best sellers, un recorrido perfecto para ilustrar estos tiempos gloriosos.
El menú en estos antros suele ir cargado de crispación y debates con oropel y sangre, con mezcla de rosa y rojo como remedo catódico de ese contraste extremo entre dulce y salado que ofrece la comida basura. Y para muestra un botón: se han sentido en su salsa estos días gracias a otra vuelta de tuerca de una de sus musas tradicionales, una Ana Obregón rediviva que con la compra de una hija-nieta para honrar a su vástago fallecido, ha puesto sobre la mesa los ingredientes para el programa perfecto. Hablamos de uno con cotilleo, debate, crónica negra y actualidad. Lo mismo de siempre, vamos, pero si han conseguido colarnos las hamburguesas como último grito en gastronomía, que un magazine chabacano releve al telediario no es lo más grave que puede pasarnos.