En estos días apocalípticos, citar a Berlanga es la manera más socorrida de resumir una realidad a la que acompañamos frecuentemente de palabras como parodia o sainete, incluyendo a España en el furgón de cola de los géneros literarios, esos que hacen pasar el rato, pero sin más.
Tiene sentido. De no ser porque las noticias no son un delirio valle-inclanesco, sino que reflejan lo que nos pasa, la prensa y telediarios podrían cambiarse por unas coplillas lanzadas en volantinas anónimas. El pueblo las citaría luego en los mentideros tomando por suya la opinión que contienen, calcando los argumentos y chascarrillos, o añadiendo a lo sumo matices propios más apegados a sus desgracias, por suerte aliviadas por un clavo ardiendo maravilloso: el vecino está tan jodido como nosotros.
En esos cantares de gesta chicos, más próximos al arcipreste de Hita que al Cid, los protagonistas serían seres extremos y animalescos, perfiles exagerados cuyo contraste con nuestras virtudes (ehem) justifica la chanza y el juicio sumario, pues no olvidemos que tras la risa y el cachondeo se esconden veredictos terribles que harían palidecer a un tirano.
Un buen autor en la sombra para estas coplillas informativas sería Joaquín el del Betis, bufón oficioso del fútbol cuya retirada al final de la temporada se cierne como una amenaza para el oyente. Se viene overbooking de buen rollo y chistes sobre la cuestión que sea, pues un micrófono otorga vitola de experto y la risa es una anestesia que crea mono.
Quizá así se haría más llevadero el abuso indecente del rey emérito, un corrupto y degenerado a la altura de los Austrias Menores, esos monarcas decrépitos del Siglo de Oro, o de barro, según el tema. Pongamos un asterisco aquí: si las noticias ponen el foco sobre desdichados a los que se convierte en chivos, con los poderosos la relación es otra. Se les disculpan los pecadillos y se les ríen las gracias, apelando a debilidades humanas que sirvan de cortafuegos para que no salpiquen. Tras los retratos del viejo canalla venido a menos se esconde una indulgencia que sobrepasa el carácter servil de los cortesanos. Pretenden que los desmanes del Campechano sean una anécdota casi senil y no algo sistémico que es el reflejo de todo un país y de sus instituciones, tan implicadas en los negocios turbios y ocultaciones como suele estarlo el beneficiario último de un cambalache, pues apelando a la lógica, el rey suplente, Felipe VI, es en última instancia el responsable de todo esto.
Pero la podredumbre se extiende hacia abajo, anulando ese populismo deslavazado que culpa a los gobernantes y exime a los ciudadanos, a los que atribuye virtudes infantiloides, siempre y cuando sea en abstracto. No se sostiene. Entre los oficiales de rango medio también ha cundido el ejemplo, ahora y siempre, por eso que varios científicos españoles firmasen sus investigaciones bajo bandera de conveniencia de universidades saudíes a cambio de petrodólares ya no sorprende a nadie. El intercambio de dinero y prestigio es tan antiguo como la ambición, y eso no entiende de clases.
Cuando es por abajo, a la ecuación se añaden variables más pintorescas, como la violencia. La que se vivió anteayer en una gasolinera, con tiroteo incluido entre un policía corrupto y los de asuntos internos, es una variante poco frecuente por estos lares, más apegados al sobre y al tanto por ciento que al Viejo Oeste o a Training Day, pero qué quieren, los nuevos tiempos son esto.
Por eso mismo, hoy Mr. Marshall no viene ya a visitarnos al pueblo, sino que mandamos pa’llá al alcalde, a ver qué se trae. En breve irá Pedro Sánchez a entrevistarse con Biden, una aspiración deseadísima como un hijo tardío, de la que es posible que no saque nada en limpio, salvo una foto. A fin de cuentas, nosotros hacemos lo mismo cuando viajamos como turistas y sostenemos la torre de Pisa o grabamos «yo estuve aquí» en las paredes de algún monumento. Somos así de simples, y no es necesario abusar del recurso a Berlanga para ilustrar esto.