Como persona que detesta viajar, reconozco que la idea de ir al espacio me parece un peñazo terrible. Me atrae muy poco el concepto de Gran Hermano en una cabina de rayos UVA donde no puedes ni conducir (atención, spoiler: los pilotos tomarían los mandos solo en el caso de tener un problema, Houston). Además, y por mucho que insistan en que la carrera espacial estimula la ciencia y los avances de la tecnología, resulta curioso que todo esto llegue de mano de rivalidades acérrimas entre países, entendiendo por tal no al clásico pique entre hermanos en el que lo que está en juego es la honrilla, sino a una prolongación de las guerras terrestres, pero en un escenario distinto. Ni Guerra Fría ni leches: lo de lanzar cohetes empezó como excusa para probar misiles. Si puedo poner a un paisano en órbita, también podría mandar a tu casa una ojiva.
Es este delivery nuclear el que explica que rusos y yankis lograsen en los 60 verdaderos prodigios de un modo tan manual que nos parece un milagro y abona el terreno a las teorías conspirativas. Si algún día se rueda un remake de la famosa secuencia de Kubrik, espero que el elegido sea Baz Luhrmann para que al menos el tono sea grandioso y no se limite a unos saltitos torpes en un escenario gris.
Por el momento estamos lejos de tales logros, así que el revival aeroespacial de los últimos tiempos es más una marca blanca que una carrera espacial de las buenas, por eso los hitos son de mentirijillas y en vez de películas con directores de peso, hoy nos conformaríamos con tiktokers. Sería el formato idóneo para propuestas descafeinadas como el turismo espacial para millonarios, las sondas chinas no tripuladas para explorar la Luna o la inminente vuelta a nuestro satélite, pero con letras minúsculas: las que exige una visita propagandística en la que no habrá posado ni alunizaje, tan solo un rodeo turístico sin bajarse del autobús.
En este contexto, la pausa dramática la ponen fracasos aguados pero espectaculares como el cohete fallido de Elon Musk, más parecido al experimento de un niño rico para la clase de ciencias que a un verdadero proyecto científico; y eso por no hablar de liturgia: los sets espaciales de nuestros días palidecen de envidia al lado de los científicos rusos con pinta de carniceros en bata rodeando a astronautas desorientados en Baikonur, ese cosmódromo con aire estepario al que seguramente llegaban con más sobresaltos que las sondas que rodeaban Venus.
Creo, en conjunto, que la exploración del espacio es una forma de medirse las voluntades de la que la humanidad saca muy poco en limpio, por eso se azuza principalmente en los tiempos de cólera, que es cuando asustar al vecino o impresionarlo cobra mayor sentido que nunca. En medio de esto, el proceso es a veces bonito, y los trajes que estrenan los astronautas o sus vehículos son como ver el estreno de un nuevo Batman al que le criticamos todo hasta que nos acostumbramos a sus hechuras. Por el camino nos hacen las ganas con trailers y filtraciones varias, como esas fotos rojizas de Marte que escudriñamos con la esperanza no confesada de ver indicios de civilizaciones locales.
Quizá en el fondo se trate de eso: viajar es siempre una huida para arreglar un presente que imaginamos mejor si está lejos, sea en las Indias o en lugares inhabitables como el espacio.