(Hospital Psiquiátrico de Danvers, Massachusetts)
Lovecraft alteraba la realidad y esta imagen es un buen ejemplo. Este tétrico manicomio de estilo neogótico tuvo como director a un estricto magistrado de Salem y fue la sede del infame Arkham Asylum, una de las instituciones ficticias y recurrentes de sus relatos. Hay otros edificios e hitos geográficos usados por el genial escritor para sus propios fines; algunos de sus amigos (e incluso él mismo) corrieron la misma suerte y aparecen con otros nombres y/o diferentes aptitudes en sus historias, para bien o para mal. El particular mundo de Howard Philips Lovecraft ha resultado ser glocal: ha cruzado el mundo entero y sin embargo giraba siempre en torno a su Providence natal y por extensión su amada Nueva Inglaterra. Nueva York le gustaba como ciudad para encuentros literarios, nada más. La aborrecía. Vecinos y amigos vieron a un hombre feliz como un niño en Navidad, cuando Lovecraft regresó a casas de sus tías, en Providence. Fue un reencuentro con sus libros y sus cosas de siempre. Atrás quedaba la gran ciudad y una esposa. Impensable. Sobre todo hoy día en que tanto la pareja como la independencia económica están sobrevaloradas y la figura del solterón viviendo con una anciana resulta tan patética. Su imaginación, su vida interior y su círculo de amigos (con los que se comunicaba principalmente por carta) suplían cualquier carencia vital. Llegaba a mantener correspondencia incluso con personas cercanas. Según L. Sprague de Camp, su primer biógrafo, llegó a escribir cien mil cartas, pero esto es una exageración. La biografía de Sprague de Camp está llena de mistificaciones y de exageraciones, expuestas en aras de dar una imagen desagradable de Lovecraft, cuando era todo un caballero. Afortunadamente, han ido apareciendo otras biografías más serias y más documentadas, algunas traducidas al español, como las de S.T. Joshi o de Roberto García Álvarez, una inmersión increíble en los papeles del autor y en cualquier otro documento que pueda proporcionar detalles sobre su vida. Con prólogo de Joshi, por si fuera poco, “el caminante de Providence” (como se subtitula) ha tenido mala suerte como libro, a pesar de su valía, al quedar atado a una edición local de tirada no muy generosa. La publicación de material más personal (cartas, cuadernos de notas) nos aproxima más a la vida de Lovecraft. El novelista Michel Houellebecq ya postuló los rasgos de rebeldía de su admirado autor en el ensayo “H.P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida”. El conocido francés se arrepintió después de sus desmedidas alabanzas, pero pensamos que no hizo más que desvelar formas de pensamiento y de ser del escritor de Providence. En efecto, Lovecraft era un transgresor; en la trama de sus relatos hay fuerzas innominables que tienen como enemigo al mundo, o bien quieren corromper genéticamente al ser humano. Sus cartas son muy osadas, son declaraciones de principio. En todo momento infravalora su escritura, sin embargo, en su correspondencia defiende sus métodos, la exposición de su mundo creativo. Están dirigidas a amigos, escritores a los que revisaba su obra, colaboradores, etc. Las cartas a sus editores no podían ser más insolentes, lo cual le convertía en el peor manager de sí mismo, que sepamos. El director de “Weird tales” publicó una de ellas, no se sabe si buscando burlarse de él o desafiándolo, pero lo cierto es que fue un aviso de que a este personaje incómodo se le iba a editar en la revista. La carta es toda una diatriba contra los medios editoriales a los que tenía que recurrir, contra el mismo hecho de editar. Es la época del auge del pulp; revistas como “Weird tales” y “Amazing stories”, en las que Lovecraft colaboraba con más o menos asiduidad, dan cabida a la ciencia ficción, a la aventura y en general a la fantasía. El problema es que el genio de este hombre, que dio un paso más allá fusionando ci-fi con terror, no encajaba bien con la línea editorial de las revistas de pulp. Ambos géneros, sobre todo el primero, estaban en esa época envueltos en una aureola de romance y de aventura tipo “Una princesa de Marte” de Edgar Rice Burroughs, y la acción siempre se situaba en un planeta exótico. No era necesario un rechazo (que los hubo, y muchos): una simple invitación a que se adecuara a la moda literaria del momento, era suficiente para que Lovecraft lanzara su declaración de principios como quien lanza una piedra. Él era el creador del horror cósmico; sus dioses y monstruos viven en mundos ajenos que sólo se nombran en alusiones oscuras y no tienen una ubicación real. O lo tomas o lo dejas, jefe.
Lovecraft rodeado de sus libros. No era tan huraño como algunos han querido ver; hay testimonios de lo fascinadora que era su personalidad.
Después de todo este maestro se gana nuestra simpatía, pues a pesar de su orgullo, ¿no se rebajaba al publicar en el inestable mundo del pulp? ¿Y no hacía de negro literario para otros escritores sin apenas ver un duro? A pesar de esta manifiesta humildad, la ira implacable de Cthulhu podía caer también contra el amigo más querido si se atrevía a aconsejarle un cambio “para mejor”. Además, y aunque fuera de buenas, sus conocidos debían soportar comentarios racistas y cosas así, opiniones de las que se desdijo con el tiempo. Otra cosa que estaba en las antípodas de su postura como autor era la de convertirse en un mercenario de la escritura. En el ámbito del pulp se valoraban las narraciones por palabras, con lo cual el que escribiese como una máquina era el que más cobraba, sin importar la calidad. El “mercenariado” literario duró demasiado; de hecho, todavía hay algo de eso. Lovecraft sostuvo una verdadera cruzada contra ella.
Nos resulta difícil imaginar que un hombre tan cortés, tan reservado y con cierta pose de aristócrata indolente, se mostrara en ocasiones tan hostil. Pero todo está dicho en estos versos que encabezan “La ciudad sin nombre”, una de las mejores narraciones del maestro:
<<Que no está muerto lo que yace eternamente,
y con el paso de extraños eones
incluso la muerte puede morir.>>