Detrás de cada noticia subyace una ideología, y tras esta, una proyección de su autor, que al margen de la teoría en las escuelas de periodismo, se incluye de forma sutil e inconsciente en su propio texto, a veces con sutileza y otras de forma obscena. En tiempo de guerra y también de elecciones, esta tendencia se multiplica, pues todo vale en ambas campañas; y en el amor también, o en el desamor, que son dos caras de una moneda que puede lanzarse para opinar sobre cualquier tema.
Respecto a eso Turguéniev decía que el ser humano solo pone pasión al hablar de sí mismo, y puesto que nuestro ego nos lleva a impregnarlo todo con nuestra esencia, el caso es que hasta las noticias más anodinas muestran un encarnizamiento con tintes más belicistas que periodísticos, más pasionales que informativos, si es que esto último ha estado algún día sobre la mesa.
Es esta pasión egoísta la que mejor explica la maniobra de la Tate Modern y el Metropolitan de Nueva York, que le han cambiado el nombre a un cuadro de hace dos siglos a mayor gloria del otanismo revisionista que ensucia los tiempos corrientes, entiéndase esto no sólo como el presente, sino también como sinónimo de anodinos, o más bien ordinarios, con una vulgaridad suficiente como para cambiarle el título, decíamos, a la bailarinas impresionistas que retrató Degas, y que han pasado a ser ucranianas tras un borrón de psicología inversa que ensucia la historia del arte aunque sea de forma efímera.
El vicio de reescribir la historia no es nuevo, pero se expande y hoy ya ni se cantan goles sin contrastarlos por triplicado ante un pinganillo, de forma que al concederlos ya no se sabe si el resultado es el verdadero o no. En consecuencia se inflaman las dudas y las conspiraciones que afectan a cualquier tema, al punto en que a estas alturas ya no sabemos si el pasto es verde o es solo que siempre hemos sido daltónicos.
Con este poso de incertidumbre, a veces se aplaude que haya algo a lo que agarrarse, aunque sea lo conocido y malo, pues a eso estamos ya acostumbrados. Se acepta con estoicismo esa especie de predestinación calvinista que algunos llaman destino y otros leyenda negra, y que en cualquier caso es mejor no tomarse en serio.
Resulta que cuando España se predispone a mandar su primer cohete al espacio, este deshonra su nombre de Miura y no ha entrado al trapo, quedándose en la barrera por un quítame allá esas lluvias que lo mete de pleno en el panteón de fracasos de la tecnología patria, al lado de otras proezas como la vacuna para el covid a destiempo o el submarino que no flotó. Siempre nos quedará el consuelo de que a Corea del Norte también le ha salido rana un cohete que habían lanzado con todas las ganas del mundo, y total pa’nada.
Por suerte vienen las elecciones (otras) y si la cosa falla, la nueva chapuza de las galaxias se habrá diluido entre el ruido mediático de los comicios, donde estará Macarena Olona estrenando partido y nombre, aunque no está claro si viene de Rusia, de Ucrania, o de un morlaco de género híbrido y que cierre España.