Uno de los fenómenos recurrentes de estos tiempos extraordinarios en que vivimos es la mezcla continua de realidad y ficción, un cambalache que busca el equívoco no para edulcorar nada, sino para convertir la duda en fisura y sacar beneficios por el camino. El resultado es no solo la incertidumbre sobre las elecciones o una ofensiva, procesos ambos que son territorio fértil para mentir, sino que los periódicos nos inoculan dudas sobre detalles absurdos como la forma en que ordenamos nuestra despensa o si es bueno beber un poco de agua con gas. Indecisos ante la idea de si comer un chusco de pan o un pimiento so pena de consecuencias terribles para el organismo, optamos por no hacer nada o buscar culpables en caso de resultado adverso o de bluff, que es a donde conducen los datos intrascendentes en muchos casos por darles más importancia de la que tienen.
Con la amenaza continua del paso en falso y el resultado subóptimo, la jerga pseudocientífica le pone a todo un aire de fatalismo capaz de amargarle un dulce a Damocles, de modo que aquel que ofrezca certezas y soluciones tendrá bastante camino andado y algunos euros en el bolsillo.
En vista de tal tensión narrativa, aspiramos a la eficacia como objetivo con aires de mirlo blanco o superpoder, una característica al alcance de pocos que lo mismo nos vale para ir a Tailandia por cuatro perras que para conseguir lo que sea por la mitad. Y claro, con tales habilidades, es comprensible que nuestros referentes no sean los hombres corrientes, sino los superhérores que cada poco asaltan los multicines con gran despliegue de volteretas de las que salen airosos.
Esta inflación de heroísmo no se traduce exclusivamente en decenas de machos alfa en leotardos, pues lejos de producciones milmillonarias, los ciudadanos comunes creamos héroes de andar por casa con lo que tenemos a mano: abuelas que sacaron adelante familias, padres que madrugaban y cotidianeidades así. Encumbramos los hechos más anodinos a la categoría de mito, como si el beneficio propio no dependiese en gran parte de las acciones de uno, de modo que ante esta avalancha de gentes extraordinarias, puede que corra peligro la existencia de las personas comunes.
El ansia de referentes es la materia prima de la viralidad, un término de connotaciones adversas que ha mutado en principal objetivo de cualquier acto. Desde el baile más anodino hasta el gesto más random, se buscan la exposición y la trascendencia. El heroísmo, en definitiva, aunque sea mediante retos absurdos y personajes breves.
Algunos se imponen al maremágnum informativo sin pretenderlo, o por razones distintas a las que creerían. Es lo que le ha pasado a Jack Grealish, un futbolista del Manchester City que no ha llegado hasta el santoral profano del contenido viral gracias a su reinado en Europa, sino por medio de una celebración histórica con más aire de rave que de we’re the Champions. Sonaba imposible eclipsar a Guardiola o a Halaand, al propio logro y a los autobuses descapotables, a las multitudes y la terrible canción de Queen, pero ha pasado. No digo que sea importante, pero al menos la fiesta del City tiene una pincelada propia, un detalle espontáneo en medio de tanta alegría clónica. Si no fuera por Grealish vestido después de dos días con la misma ropa con la que jugó la final, podría pensarse que la fotos de las celebraciones de los equipos son generadas por medio de inteligencias artificiales, o peor aún, que futbolistas y famosetes son superhéroes y que con eso basta.