Dejando de lado las filias y fobias de cada uno, creo que lo de gobernar países se ha convertido en una labor tan ingrata como la de cualquier operario o directivo de rango medio que forme parte de un engranaje de producción en cadena. Si fabricar yogures en una planta no deja lugar para la improvisación, con más razón los dirigentes de la «res publica» están atados de pies y manos en lo tocante a dar forma a otros. La prueba es que hoy los Estados fabrican ciudadanos en serie y les asignan roles precocinados en los que permiten pequeños matices para dotarlos de un cierto individualismo, ese valor primario al que todos aspiran y al que todos pretenden ponerle freno.
Dichos Estados son mecanismos con tantas palancas e intereses creados que no hay maquinista que los controle a todos, por lo que lo ideal para el puesto es encontrar a un correveidile que actúe de transmisor, mantenga el tipo y salga bien en la foto. Por el camino puede reconfortarse con los matices de los que hablábamos antes, como los presidentes de los Estados Unidos que cambian la decoración de la Casa Blanca de vez en cuando.
Desde este punto de vista, es descorazonador afanarse en defender una idea o programa y pretender que llegará a algo, ya que irremediablemente se irá desinflando por el camino hasta que sus aristas se consideren cosmética. Así, las llamadas a parar el fascismo de antaño se han repetido tanto que, como en el cuento del lobo, no tienen ahora ningún sentido, y no porque el fascismo se haya debilitado, sino porque tiene otra forma y no encaja en los viejos mantras. Lo que ha quedado de esta labor frentepopulista y austera es todo lo contrario: un subproducto descafeinado en el contenido y lustroso por el aspecto, pues muchos de los herederos del maquis (es un decir) se dejan los ideales y formas en cuanto pisan moqueta.
Por este motivo, esas finales a vida o muerte con elecciones a doble vuelta para ganar suspense se han convertido en deporte de élite, en puro entretenimiento para esos espectadores que, con la ilusión egoísta de influir en el resultado, disfrutan del toma y daca y esperan un premio a cambio. Se trata de un ansia ludópata más que legítima, pues al igual que esos jugadores tan enfrascados que apuestan lo mismo a la Champions que a las carreras de galgos, ya no nos contentamos con enzarzarnos con los políticos de nuestro patio, por eso nos implicamos a cara de perro contra el Milei de turno o contra Bolsonaro, o Trump, el peso pesado más destacado de los contemporáneos, aunque ha habido combates de similar pegada como el Chirac-Le Pen de hace unos años, los suficientes como para que el candidato fuese el padre de la actual, que tiene a su vez un epígono en la Italia de Giorgia Meloni, y podríamos seguir así hasta las tantas, jugando con ese afán compulsivo que retrató Dostoievski en una novela corta en la que hablaba del juego cuando deja de ser entretenimiento.
Ya al final del camino, cuando se está en el gobierno, la maquinaria ha debilitado a los desbocados y aupado a los tibios de buena fe, a los que encajan con el espíritu de las leyes y están dispuestos a reforzarlas. Dan igual el color y el lado: en España la pseudoizquierda que no frena nada presume de ciertas medidas que no son más que papel mojado, pues lo de subir sueldos y bajar horas ya dependía de los convenios que se arrancaron a golpe de huelga y palos. Quedan de fondo los lemas, que al menos sirven para alegrar a los simples. No es patrimonio patrio: en la Inglaterra desubicada y zafia de este principio de siglo, poner a un racializado en Downing Street no solo no significa nada, sino que sus correligionarios ya no respaldan sus coqueteos con el fascismo de antes, por eso tratan de conducirlo por la vereda del conservadurismo nuevo a golpe de encuestas y titulares. Y como última pincelada, la gran esperanza para frenar el fascismo argentino es una nueva dosis de peronismo, la marca blanca de la derecha fascistizada de aquel país que ayudó tanto a Franco y a los huidos nazis tras la Segunda Guerra Mundial.
Estamos perdidos, pero no tanto. Puede que el libre albedrío haya sido siempre un elemento ficticio y ya éramos Sísifo mucho antes de la modernidad y del algoritmo, subiendo piedra hasta la cima del precipicio, y luego vuelta a empezar. Sabiéndolo de antemano, podemos poner el piloto automático o, como Prometeo, robar el fuego y disfrutar de los sobresaltos.