Hay una lucha en curso que no abre telediarios y afecta a muchos sin darse cuenta. Dura más de cien años, y de cien siglos, porque es esencia del ser humano y también motor de su historia. Hablamos de lucha de clases, que agita a las sociedades de forma nítida o soterrada según el caso, pero constante y sin miramientos al ritmo que marca el materialismo, el afán egoísta o el interés propio, pueden llamarle como prefieran. Marx formuló el concepto en su manera definitiva, pero no fue el primero en grabar en mármol la idea clave de que la pela es la pela. Ya en 1300 y pico, el filósofo tunecino Ibn Jaldún dejó escrito que lo que importa al observar a la gente (a las sociedades, se entiende) es la cuestión económica, pues determina la forma de organizarse y lo que viene después.
Desde este punto de vista, sería absurdo pensar que por tener la sartén por el mango, las élites renunciarán a bajar al barro si la situación lo requiere. El entramado legal e institucional ampara sus actuaciones y se refuerza off the record por medio de unos contactos que son la base real del sistema; de este y de otro cualquiera, pues somos humanos, la pela es la pela y ya Ibn Jaldún se dio cuenta hace tiempo.
Y de un tanto a esta parte, el caso es que el patriciado en España ha tomado la delantera en la calle y en las protestas, dos escenarios reivindicados patrimonialmente por una izquierda aferrada a ellos por falta de alternativas y de recursos menos costosos. Ver a la burguesía o la clase obrera aspiracional empuñando pancarta y lemas ha suscitado una respuesta inaudita en la otra trinchera: una oleada de memes y de sarcasmo que es causa y síntoma de los tiempos que corren. Causa porque reírse en Twitter es el epítome de la desmovilización y de lo banal; síntoma porque, en tiempos de decadencia, cambiamos pan por pasteles y los pedimos por Glovo.
Mientras la izquierda calibra sus chascarrillos, apenas consigue atajar el miedo que la recorre, pues dicen que el que canta su mal espanta, y aquí hay muchos males que exorcizar. De nada valen la folclorada ajena y que el enemigo sea aparentemente ridículo, se ha puesto en marcha y sabe que debe actuar. Maravillarse con gesto a medio camino entre la mueca y la risa fría tiene poco sentido, ya que la Historia nos muestra cientos de ejemplos de cómo las élites tardan poco en arremangarse si toca ponerse flamencos.
Dejando a un lado tiempos remotos como las luchas del patriciado romano contra la plebe, o de los optimates contra los populares de Julio César; pasando por alto las bandas de saqueadores aristocráticos de la Edad Media que dieron pie a las Cruzadas (tenían que desfogarlos por algún lado) y obviando que la Revolución Francesa la empezaron los nobles; sobran ejemplos contemporáneos de burguesazos metidos a agitadores por causas tan materiales como cualquiera y con excusas bien contrastadas como la religión o la patria.
El caso más evidente es el fascismo, que encubre un terror atávico a la igualdad y a la nivelación social, por más que algunos de sus más fieles peones fuesen obreros de tomo y lomo sin interés común con sus jefes; pero qué quieren, la fe no entiende de peros y uno de los recursos que tiene la élite es que puede pagar para que se partan la cara por ellos.
Y en esas estamos ya mismo, con el disfraz de fascista que viste el capitalismo de vez en cuando si es que le pintan bastos o tocan ajustes en sala de máquinas. No es muy distinto a lo ya vivido, aunque las formas cambian y hoy pesa más la influencia en redes que la arenga a pie de adoquín, pero no se equivoquen: el enemigo no parpadea y sabe encajar los tuits.