A finales de los 50, Inglaterra contaba con una cantidad significativa de población negra, lo que, en el contexto de recuperación económica tras la posguerra, significaba un mercado potencial importante.
Aunque poco cualificados y mal pagados en general, los trabajadores negros (y blancos) tenían empleo desde edades tempranas, lo que suponía además que la juventud se había convertido en un target comercial específico.
En los inicios de la sociedad de consumo a nivel global, el ocio pasó a ser una de las principales actividades en cuanto a demanda, y dentro de ella, los jóvenes se destacaban por su consumo de música. Fue así como proliferaron las discográficas que atendían a distintas sensibilidades y estilos, por lo que las décadas centrales del s.XX conocieron una explosión en este terreno.
Como hemos visto con anterioridad, el rock and roll impuso su hegemonía precisamente desde esa época, en un torbellino creativo que traspasó las barreras de género, raza y clase. Aunque de origen negro, sureño y maldito, tras unos retoques estéticos el rock se hizo apto para todos los públicos, pese al prúrito puritano de algunos sectores de la América cavernícola.
En cuanto a Inglaterra, las modas y novedades pasaban por Londres, ciudad que por vez primera en bastante tiempo ya no era líder de un gran imperio. Aunque tenía colonias y cierto status, la hegemonía mundial estaba en Estados Unidos, el hijo díscolo que impuso sus condiciones tras la IIª Guerra. Era allí donde nacían las modas y estilos, y los ingleses se limitaban a consignarlos tras leves adaptaciones locales.
Tras la IIª Guerra, la expansión del capitalismo convirtió a los jóvenes en un target preferencial en cuanto a consumo. Música y ropa eran dos de los productos claves destinados a ellos. En la imagen, teddys ingleses a mediados de los 50.
Musicalmente, esto significaba que lo que escuchaban en Reino Unido venía del otro lado, por lo que los géneros nacidos en Norteamérica fueron incorporándose uno detrás de otro: jazz, swing, bebop, R&B… y rock and roll por encima de todo.
Sin embargo, Londres no fue un sujeto pasivo, sino que contaba con ingredientes que la llevaron a seguir un camino propio.
El más importante de ellos era, como hemos visto, la presencia de una importante comunidad negra en su territorio. Pese a su rol secundario en la escala social, su influencia fue decisiva para cambiar la historia de la música y la cultura de su Inglaterra adoptiva.
En relación con ésto, dos rasgos resultaron fundamentales. El primero fue el origen jamaicano de la mayoría de población afroamericana; el segundo, la ausencia de leyes de segregación racial.
En cuanto al primer aspecto, ya hemos visto en el anterior capítulo que los jamaicanos siguieron una dinámica musical propia. Tras marginar al rock, siguieron cultivando un R&B más bailable que derivó en ska y llegó a la Inglaterra underground. Precisamente es ahí donde entra en juego el segundo ingrediente, pues la existencia de clubes mixtos donde no había segregación por razas hizo que la música jamaicana se contagiase a la juventud blanca hegemónica, que obtenía un placer prohibido en el contacto con la cultura negra.
Desde su segunda ubicación en Wardour Street, el Flamingo se haría célebre entre los mods.
Comparada con los Estados Unidos de las leyes Jim Crow, Inglaterra era un paraíso para los negros, fuese cual fuese su origen. Allí, la presencia de militares yanquis tras la IIª Guerra dio pie al hecho insólito de que muchos de esos soldados de raza negra gozaban de un cierto status debido a su nacionalidad. Al margen de su color de piel, eran americanos, y aquello implicaba jugar en primera.
Traducido a lo cotidiano, esto significaba que había espacios de sociabilidad que aceptaban a negros, y no solo eso, también recibían sus dólares con los brazos abiertos. Surgieron locales como el Flamingo o el Americana Club donde podían mezclarse con blancos, con las mujeres incluso, algo impensable hasta en las ciudades más progresistas del Norte como Chicago o Detroit, donde aún había obstáculos invisibles que entorpecían las mezclas.
Estos locales de Londres no solo eran permisivos, sino que estaban en pleno centro, en Coventry Street o bajo las luces de Piccadilly, por lo que todo el mundo podía acercarse sin que su vida corriese peligro. Por si esto supiese a poco, la música que sonaba también era negra, llegada directamente de Estados Unidos con el marchamo de la vanguardia. Puede que Londres fuese lluvioso y sus ciudadanos hoscos, pero si para un negro aquello no era un avance, al menos se parecía mucho.
Indirectamente, esta amabilidad impuesta por la hegemonía yanqui benefició también a los jamaicanos, que se apuntaron en masa a esos clubes donde su raza era permitida. En poco tiempo se convirtieron en mayoría, por lo que acabaron por imponer sus gustos en el ámbito musical.
Jamaicanos accediendo al Flamingo, epicentro del ska en Inglaterra.
Así, el club Flamingo, pionero de Londres en este sentido, se convirtió en referente para los jamaicanos, que extrapolaron allí su preferencia por el ska. Hacia finales de los 50, dicho club atraía a snobs blancos de clase obrera que utilizaban la música como ingrediente de su impostado refinamiento canalla, una potente mezcla que habían copiado a los hipsters. Para entonces, aquellos mods primigenios imbuídos de modern jazz ya no acudían a ser testigos de las desdichas de Ella Fitzgerald o Billie Holiday en conciertos de antología como el del año 54, sino que imitaban el baile y estilo de jamaicanos duros venidos de los suburbios que demandaban ska.
La inusitada mezcla gestada en el underground londinense gracias a clubes como el Flamingo creó una demanda creciente de música jamaicana que fue cubierta por sellos locales. Importaban bajo licencia lo cocinado en Kingston o, simplemente, lo producían en Londres. Había cantera de sobra, y a ella se fueron incorporando los jóvenes blancos.
Desde ese instante, la música jamaicana quedó vinculada a un nombre, el del sello Blue Beat, historia de la cultura de las dos islas.
Continuará.