Quizás el deporte de élite no tenga ya sitio para solistas como James Hunt, una de esas figuras que tocan de oído y sonríen con picardía en el paddock. El escrutinio al que los someten las redes en esta era de monitorización constante les ha restado espontaneidad, y más a aquellos que, por estar bajo el foco mediático, deben cuidar al milímetro cada gesto.
Quizás por eso los deportistas y personajes públicos se han funcionarizado, actuando como individuos anónimos que desempeñan un cometido de forma aséptica: ganan carreras o meten goles como el que audita un departamento, buscando un efecto neutro que oculte su personalidad. De lo contrario, podrían brillar demasiado, llegar a ofender a alguien, perder patrocinadores caros.
A tipos como James Hunt esas cosas no le importaban nada, ni siquiera a sabiendas de que le iba la vida en ello. Literalmente: para saber que volante y champán no casan, no es necesario tener una multinacional detrás. Y sin embargo, artistas como él o George Best alternaban su genio con imprudencias, salidas de tono y respuestas míticas. En una palabra, espontaneidad; la suficiente para vivir el momento y gozarlo, pues todos los campeones mencionan que no hay victoria sin diversión.
La imagen canalla de Hunt lo convirtió en un ídolo al margen de su carrera.
El talento de Hunt para irse de farra era algo vocacional, lo de los coches no tanto. Lo descubrió tan tarde como a los 17 años, edad avanzada para un debutante en cualquier materia. Se fue con amigos a las carreras y abandonó la suya por el camino, dejando la medicina en boxes para disgusto de su familia.
Corría igual que fumaba, con compulsión y sin sangre fría, sin importarle otra cosa que no fuese ganar; pero igual que 60 cigarros al día no son la mejor receta para llegar muy lejos, tampoco lo era pisar a fondo sin más. Por eso le llamaban «the Shunt» (el golpe), un nombre efectista para un piloto, que definía sin medias tintas su forma de conducir. También influían las acepciones más informales de esa palabra que rima con su apellido y que designan a otra de sus pasiones: el sexo. Con azafatas, modelos, con cualquier chica que se encontrase. Le ayudaban su físico y simpatía, pues era un cabrón gracioso, todo un playboy setentudo característico de la época, dicho esto sin añoranzas y en su contexto histórico.
Fueron precisamente sus excesos en pista y también fuera de ella los que le permitieron medrar, pues además de mujeres, también conoció a Lord Hesketh, un aristócrata inglés cuyos hobbies eran el automovilismo, la fiesta y el patriotismo rancio, no necesariamente por ese orden. Entre sus caprichos de niño rico estaban los deportivos, pero no los que vende la industria: el joven barón de Hesketh había montado una escudería. Sus purasangres vestían un blanco impoluto y no llevaban publicidad, innecesaria y vulgar para aquel que ya tiene dinero a expuertas. A cambio, los decoraba con banderitas y los colores de la Union Jack. A nadie le extraña que hoy sea miembro de UKIP, el conocido partido de ultraderecha.
James Hunt y Lord Hesketh, una pareja atípica que consiguió el éxito contra pronóstico.
Por lo demás, Hesketh y Hunt formaban un tándem de irreverencia tan arrogante como mediática. Los periodistas se los rifaban para cazar titulares y fotos, que contrastaban con los corsés milimétricos su entorno. Quién no se rinde a un tipo que ante una pregunta envarada sobre estrategia responde en directo que solo hay que echarle cojones? El público masculino y masculinista de los 70 lo veneraba.
Un equipo con ese estilo se merecía jugar en primera, por eso dio el salto a la Fórmula 1 a golpe de talonario. Así funcionan las cosas cuando se tiene también influencia, y a Hesketh le provenía de su amistad con Max Mosley, futuro presidente de la Federación Internacional de Automovilismo e hijo del fundador de la Unión Británica de Fascistas (el nombre no es de un sketch de los Monty Python).
Se codearon con los de arriba de 1973 al 75, tres temporadas en las que Hunt se labró un nombre propio también en lo deportivo. Logró varios podios y aproximarse al título, algo con mucho mérito teniendo en cuenta sus hábitos.
Pero el proyecto romántico de Lord Hesketh (si es que esa palabra puede asociarse con su figura) no duró mucho en la élite. Su baronía e ingresos no le alcanzaban para pagar las facturas, y había muchas en lo más alto. La escudería indie del automovilismo llegaba a su fin, y con ella un estilo que marcó época por su informalidad. Con tanta fiesta y sin patrocinadores, a Hesketh no le salían las cuentas.
Niki Lauda y James Hunt, dos estilos opuestos que disputaron el título de Fórmula 1 en 1976. La historia de su rivalidad aparece bien reflejada en la película «Rush» (2013).
Para James Hunt, quedarse colgado cuando aspiraba al título fue una noticia terrible. La temporada de 1976 comenzaba de la peor forma, pero las cosas cambiaron pronto. Cuando el célebre Fittipaldi, campeón dos años antes, abandona McLaren para centrarse en su propio equipo, la escudería de Surrey recurre a Hunt para cubrir la vacante. El resto es historia de esta competición.
Después de un año de enorme rivalidad que casi le cuesta la vida a su archirrival Niki Lauda, el deportista más peculiar del paddock logró el Campeonato del Mundo por solo un punto de diferencia. Tras una carrera agónica en la última prueba en Japón, el ímpetu casi suicida de Hunt se impuso a los cálculos de un Lauda que había sobrevivido contra pronóstico a la catástrofe de Nürburgring y quería seguir corriendo para contarlo. Abrumado por su penoso aspecto y por la derrota, el piloto austríaco fue consolado por Hunt, que le dijo: «tranquilo Niki, ya eras feo antes del accidente».
Ese triunfo fue el canto del cisne. Sin nada que demostrarse y centrado en asuntos de otro calado, James Hunt dejó el deporte tras tres temporadas a medio gas.
Convertido en figura mediática y estrella de la publicidad, los años siguientes se los bebió como una de esas botellas que descorchaba en el podio, causando en su cuerpo un desgaste del que no se llegaría a recuperarse. Tras mucho tiempo como comentarista de Fórmula 1 en la BBC y solo un poco llevando una vida sana, su corazón se detuvo en 1993. Tenía 45 años.