En los 70, la Fórmula 1 alcanzó una cotas de fotogenia y épica que no se han vuelto a igualar desde entonces. Los bólidos eran naves de resultado incierto en lo tocante a volver con vida, por eso los caballeros que las montaban miraban con deferencia a su alrededor, ejerciendo un modelo de masculinidad mundana aderezado con coches, velocidad y chicas.
Esos granujas de pelo largo y patillas regían el paddock con suficiencia, como si el premio fuese estar sobre el escenario, y la carrera un trámite absurdo. De no ser por el placer de superar a otros machos, algunos no arriesgarían la vida en vueltas innecesarias, pero eso justificaba su status.
En medio de ese muestrario de poderío, otros alardes servían de atrezzo, como el alcohol y el tabaco que acompañaban a los pilotos, ya fuese en sus monoplazas o decorando sus comisuras. Qué otra cosa si no, podrían anunciar aquellos consumidores de whisky y de cigarrillos?
En los 70, el paddock de la Fórmula 1 era el epítome de la masculinidad clásica.
Desde mediados de los 60, en el saloon de la Fórmula 1 empezó a escucharse el nombre de un pistolero rápido y de voz tan áspera como su aspecto, un forastero austríaco que corría con los ingleses y les ganaba. Su historia era la de un animal salvaje, huérfano desde el primer año al perder a sus padres en el bombardeo aliado de Hamburgo, expulsado de mil colegios y rescatado por su familia de encontronazos con las autoridades por conducir Volkswagen trucados. Canalizó su ira por medio del automovilismo, aunque también entonces se destacó, siendo expulsado de una carrera por conducción temeraria a bordo del Simca 2000 de su abuela.
Su ídolo era Wolfgang von Trips, versión moderna del Barón Rojo, un conde alemán que había muerto en Monza en 1961 jugándose el título de Fórmula 1; un mal presagio que casi copia desde el principio, pues los inicios de Rindt en los circuitos están plagados de sustos y choques.
En cualquier caso, destaca en Fórmula Joven y se hace un nombre, aunque el salto definitivo en los deportes de caballeros se mide en libras, las 4 mil que puso en 1964 para hacerse con un volante en la escudería Brabham de Fórmula 2.
En su segunda prueba derrota en Londres a Graham Hill, campeón de Fórmula 1 dos años antes. La prensa inglesa se fija en Rindt y destaca su estilo de ángulos imposibles y trayectoria al límite. Fascinados por su temeridad, los periodistas resaltan su imagen áspera y su nariz aplastada de púgil.
Wolfgang von Trips, ídolo de Rindt en su juventud. Falleció en Monza 9 años antes cuando estaba a punto de proclamarse campeón de Fórmula 1.
Durante años alterna Cooper y Braham, escuderías menores y resultados pobres con pinceladas de éxito como en Le Mans, donde gana las 24 horas de 1965. Victorias al margen, las cámaras lo persiguen debido a su imagen de tipo duro con cierto glamour, una faceta más explotada desde 1967, cuando se casa con Nina Lincoln, una modelo finesa que ejerce de bella para la bestia y encanta al papel couché. No busquen macromachismos, las cosas funcionaban así.
Pero el piloto de los mil golpes, de la pierna derecha más corta tras un accidente, el de las botas atadas con cuerdas de embalar cajas; el conductor temerario que aseguraba ir al límite en cada curva, quería seguir progresando, y Brabham no era el lugar.
Entonces, un tal Bernie Ecclestone se convirtió en su mánager y en 1969 se lo llevó consigo al equipo Lotus, que comandaba con Colin Chapman, un ingeniero que prefería rapidez a seguridad y los títulos a la vida. Sabedor de lo arriesgado de sus diseños, el propio Rindt resultó profético cuando dijo: “Aquí puedo ser campeón o matarme”.
No exageraba. El primer aviso llegó en Montjuic. En esos años los alerones eran tecnología punta, y Chapman había creado unos superlativos, muy altos y anclados al chasis. Estéticamente atroces, con ellos el coche volaba, pero tenían la fea costumbre de desprenderse por el camino.
Jochen Rindt en su Lotus 72 (1970).
El 4 de mayo, al campeón Graham Hill se le cayeron durante la recta cercana al estadio barcelonés, haciendo que en la siguiente curva se fuese directo hacia el quitamiedos. Sin consecuencias, aunque el coche permaneció en pista más tiempo de lo debido y Jochen Rindt no pudo esquivarlo. Su Lotus terminó boca abajo y él en un hospital desde el que le escribió una carta a su jefe pidiéndole que lastrase el vehículo y supervisase mejor los anclajes. Que hiciese un coche seguro, en definitiva, o ni siquiera él viviría para contarlo.
En efecto, un año después llegaría el accidente fatal de Monza. Al llegar a la Parabólica, un fallo en los frenos le impidió tomar la célebre curva, de modo que siguió recto y chocó contra un muro, falleciendo a escasa distancia de donde lo había hecho Von Trips, su ídolo hacía años.
Sin embargo, en las carreras siguientes, Jackie Ickx no consiguió remontar la ventaja que le sacaba el austríaco, por lo que el 18 de noviembre de 1970, Jochen Rindt fue proclamado, por primera y única vez en la historia, Campeón del Mundo a título póstumo, dando lugar a uno de los hechos más singulares de una etapa acostumbrada a la épica.