Aquella tarde Momcilo Pesic sintió que era un perro mojado. Untó algo de queso en un panetone y comió sin ganas mientras pensaba en viajar a Wuppertal.
– Válgame Dios, a mi edad!
A la sazón veinticinco años, pero Momcilo se había apropiado del pesimismo eslavo y lo multiplicaba por diez, tanto si hablaba de expectativas que estaban aún en el aire (por ejemplo, el rendimiento de una cosecha), como si se trataba de algo objetivo como la edad. En efecto, se puede ser precozmente viejo y un consentido a destiempo, pero sin duda sus veinticinco años no merecían aquel suspiro con aires de invocación al desastre.
– Qué te hace falta, Momcilo? No tienes necesidad!
Su entorno le reprochaba el plan de diversas formas, pero todas lo hacían desde la perspectiva de que era absurdo. Momcilo rabiaba y decía que más lo era la idea de Aníbal de castigar Roma con un ataque cruzando los Alpes, y sin embargo sus generales lo respaldaron y prosiguieron hasta el final, incluso vagaron por la Campania y hubiesen llegado a las llanuras de Apulia.
Aquel era un tema distinto, es verdad, pero sin remontarse tanto, cuando el antepasado Predrag dejó sus ciruelos para instalarse en Vracar, seguro que nadie entre sus parientes había puesto el grito en el cielo.
– Era otro tiempo, Momcilo. Peor para muchas cosas, pero no para establecerse en Vracar.
Entonces los padres, tíos y familiares en varios grados que con frecuencia habitaban la casa donde vivía Momcilo Pesic, se desfogaban con discusiones banales donde lo que cambiaba era el punto geográfico en el que hubiera sido peor instalarse, llegando siempre a la conclusión inequívoca de que esto era así: ya fuese en Leskovac o Smederevo, si Predrag Dulanto Pesic se hubiese asentado en cualquier otro sitio distinto a Vracar, un halo inefable de perrerías hubiese cubierto a su dinastía durante varias generaciones. Llegado este punto, Momcilo carraspeaba, decía “Qué cruz!” y se echaba diez años a las espaldas.
Salió de casa con un objetivo claro: desconectar de un modo tan fascinante que, de haberlo sabido y podido tasar, el vecindario lo recibiese a su vuelta con una ovación cerrada, a la que Momcilo Pesic hubiese correspondido con algún gesto emotivo, como llevarse la mano al pecho o apretar algo.
En vez de eso, dudó entre el ascensor y bajar andando, buscando evitar vecinos en los dos casos. Al final bajó los peldaños de dos en dos mientras asía con fuerza la barandilla cuando venían curvas, lo cual ocurrió ocho veces porque vivía en el cuarto.
– Buenos días Momcilo, a dónde vas tan huraño?
Al puñetero Petar le divertía regodearse en su carácter esquivo: cuanto más evitaba Momcilo a sus semejantes, Petar más lo buscaba y desplegaba amabilidad, ya fuese en forma de largos saludos, sonrisas amplias o de virtud desinteresada en el descansillo.
– Maldito seas, vecino – y Momcilo siguió bajando.
Ah, la calle. Hermoso lugar en abstracto, aunque de cerca pierde bastante. Había de todo por esas rutas, lo cual era como decir mucho y no decir nada. A fin de cuentas, aquello era el mundo. Momcilo salió a recorrerlo sin rumbo fijo y después descansó en un banco. Entonces, sencillamente ocurrió.
A unos diez pasos vio a un tipo sentado sobre una Vespa, con desapego mundano y un cigarrillo que se acercaba de cuando en cuando a los labios como si fuese un espresso. Aquel hombre/joven tenía mayor empaque que un tanto por ciento alto de los varones de los Balcanes, y todo sin pretenderlo aparentemente ni derrochar nada. Su distinción no provenía de algún alarde o despliegue de ningún tipo, sino que era una especie de atmósfera que rodeaba a su poseedor a modo de aguas territoriales. En realidad, todo era premeditado, y su desapego tan estudiado como el desorden existencial de aquellos a quienes las cosas les van sobre ruedas, de modo que la atalaya que conformaba su aspecto le hizo crecer dos palmos sobre la fascinación de Momcilo, que contemplaba al desconocido con ese punto de admiración agresiva que se profesa desde la heterosexualidad.
Lo imaginaba llamándose Ferguson y con despacho propio al frente de una cooperativa de producción de plásticos; un triunfador en el contexto de aquella economía planificada, pero Manojlo Soski vivía al día en un piso sin reformar en Palilula, a pocas calles del cementerio.
Dio igual: Momcilo Pesic no lo sabía y creó un referente inmediato que estaba a su alcance allí mismo, en Belgrado. Se fue a un café cercano, pidió un espresso y nunca más se acordó de Wuppertal.