Hay temas que por manidos repelen un poco, pero tienen un atractivo que te hace picar. La Guerra Civil es uno de ellos, ya sea por idealismo (el que sea), porque nos toca cerca o por sus paralelismos con el presente. Puede incluso que por estética: la historia y los gustos tienen una dimensión frívola ajena a toda profundidad.
En “Mientras dure la guerra”, a todo eso se suma una curiosidad obscena por ver la opinión del autor, más próxima al cotilleo (en mi caso) que al interés por sus conclusiones. Dicho de otra manera, me interesaba saber cómo iba a contar Amenábar algo tan espinoso en tiempos de vendaval y de redes, máxime cuando no es referente en este registro ni suele meterse en berenjenales. En este sentido, su superproducción Ágora (léase lo primero como adjetivo) nos dio algunas pistas, que condujeron a un dualismo de trazo grueso en el que salían buenos y malos sin grandes matices. El resultado fue un peplum políticamente correcto y digitalísimo, con reconstrucciones de Alejandría que disputaron a Hipatia el rol de protagonista. Sucedería lo mismo al hablar de Franco, de los fascistas y el intelecto?
Partamos de que tejer un filme de un par de horas en base a una anécdota tergiversada tras años de versiones vernáculas es peligroso, y más cuando se trata de temas que aprietan las vísceras, pero lo que es realmente arriesgado es pretender reflejar la neutralidad de alguien que no quiso serlo.
En cierto modo, todo el metraje es una hagiografía de Don Miguel de Unamuno (el Don es mío, y puede que de Amenábar), al que se muestra de un modo acorde al que ocupa en el imaginario de este país, es decir, como intelectual de primera que nunca permitiría la sinrazón, venga ésta de donde venga. Precioso retrato. Tanto como el de Hipatia y su lucha frente a los dogmas.
La película se construye a partir de una versión edulcorada del famoso enfrentamiento entre Unamuno y Millán-Astray en la Universidad de Salamanca.
Frente a este héroe, adornado con cierta hybris en forma de puntual cobardía, el mal lo encarna un nuevo malo que eclipsa a Franco y le roba el carácter de contrapunto, a saber: un Millán-Astray caricaturesco que acaso se corresponda al milímetro con el real. Su troupe de fascistas lo corrobora como ceporro máximo e infunde un miedo enquistado en nuestra cultura, quizá por eso el autor se concede permiso para explorar esa vía. La excusa de ridiculizarlos le viene que ni pintada y entonces se regodea: masculinidad cuartelera, uniformes e himnos; liturgia en definitiva que a muchos les pone y que da bien en cámara. Por mucha mierda que se les eche encima, pocos resisten la tentación de vestirse de nazis, de legionarios, o de algo que encarne la fuerza bruta. Su aspecto despierta un instinto primario y los justifica tanto como un desnudo.
Entre tanto, la lucha del bien frente al mal se resuelve mediante un duelo interpretativo a mayor gloria de Karra Elejalde y Eduard Fernández, que se alejan algo de sus estilos, pero no mucho: ambos son los gruñones de siempre con elementos de atrezzo. No son los de “Ocho apellidos vascos” o “El método”, pero tampoco esperemos una transubstanciación como aquella de Bruno Ganz.
Y así, con el recurso sencillo de un par de actores que representan perfiles simples, consigue Alejandro Amenábar explicarnos la guerra, el fascismo, la intolerancia, el oportunismo y hasta la Transición, de modo que llega a un presente en el que cabemos todos y aquí no ha pasado nada.
No es broma. Hay una alusión tautológica al régimen del 78, explícita y a modo de firma. La moraleja, que se da masticada como a los niños, es que Unamuno podía ser algo carca, oportunista, cobarde y traidor incluso, pero no era un fascista inculto ni tan excluyente como los rojos, dos caras de una moneda que él pretendía evitar. Por culpa del extremismo y la cerrazón hispanas, en la guerra se impuso uno de esos dos bandos terribles, pero hubiese cambiado poco de haber vencido los otros.
Al contrario de lo contado por la versión canónica y la película, Unamuno no solo no abandonó el paraninfo escoltado por Carmen Polo, sino que fue acompañado y despedido efusivamente por Millán-Astray. Después se fue a casa tranquilamente, y lo hizo solo y andando.
Mientras tanto, la España intelectual y tibia, calmada en pasiones y juicios, debió esperar a 1977 para emerger, poniendo las cosas en el punto justo donde las hubiese dejado Unamuno de no ser por los radicales.
Es una lectura que bien podría haber firmado (y subvencionado) la izquierda muffin para arropar a su electorado, elitista por vocación y consecuentemente arribista, espoleado por los valores burgueses que dan sentido a su ansia de más, de abandonar las veredas y conquistar los salones, de acumular propiedades y escudarse tras los estudios, atajo obrero para medrar, de ahí la defensa de la intelectualidad en abstracto y el mundo universitario.
Frente a ese horizonte se presentan como amenaza los señoritos de cuna apoyados por menestrales a los que han persuadido con vagas promesas de Imperio y de cielo, por eso ahora, igual que en el 36, se reivindica a Unamuno, Azaña y figuras afines, hombres de bien, en definitiva, con un punto elitista muy a tener en cuenta en la era del “Yo”.
Al final, lo único cierto es que la historia la escriben los vencedores y esta película, por lo demás aburrida, sirve de bendición y justificación histórica en diferido para el pactismo surgido del régimen del 78, en el que algunas cosas cambiaron para que todo siguiera igual y pagasen el pato los falangistas, cuyo histrionismo los relegó al papel de chivo expiatorio y blanco de chascarrillos, pues todos los pueblos y hechos históricos tienen un tonto útil que aquí Amenábar se encarga de caricaturizar en base a un episodio confuso que no sucedió como él pinta.