Por mucho que Hemingway o Ava Gardner publicitasen sus noches de desenfreno por la Gran Vía, sin duda el Madrid del franquismo era un sitio descolorido, quizás de las capitales más sosas del siglo XX1. Hasta tal punto llegaba el aburrimiento, que cuando la nueva hornada de burguesía y de funcionarios futuros cumplió veinte años (aprox), el resultado de sus salidas nocturnas siguió salpicando a las siguientes generaciones durante décadas. Sus propios cronistas lo bautizaron como Movida.
Seamos justos, el movimiento en la calle empezó con ellos. Con esa generación, no necesariamente con la cuadrilla que todavía resuena. Fue entonces cuando la masa que despobló los campos pudo moverse con cierta holgura para pasarlo bien, y aunque se potenció el lado frívolo de aquella etapa, supongo que los desmadres son consecuencia del hambre atrasada. También en eso consiste la libertad.
Y qué había antes de esas jornadas de fino y cosas en Malasaña? Siendo sinceros, bastante poco. Salvo que fueses un extranjero como los Mr.Marshall que mencionaba antes, o parte del establishment díscolo como el Jarabo, el Madrid que llevaba al cielo seguía guardado con contraseña. En él, la trastienda de los hoteles y de locales como el Chicote hacían las veces de sancta sanctorum donde lo mismo se traficaba con cocaína que con penicilina para salvar a los elegidos. Allí se relajaban los códigos y la moral, pero solo mientras duraba el hechizo. Por la mañana volvía la realidad grisácea.
Tanto el nombre como la fachada del Molino Rojo eran toda una declaración de intenciones que la publicidad o la película protagonizada por Marisol contribuyeron a difundir.
En cuanto al resto de los mortales, podía buscarse la vida en sitios oscuros de barrios ramplones. En las tabernas y los prostíbulos se cometía un ocio lastrado por la noción de pecado, que censuraba los actos lascivos con más fortuna que las sentencias de un tribunal.
Uno de esos lugares menores y tabernarios era la zona de Lavapiés, cuyas connotaciones peyorativas lo acompañaban desde el principio, cuando albergaba a manolos desafiantes que proveían de tramas a los sainetes de Don Ramón de la Cruz, auténtico padre del cine quinqui del XVIII.
Hacia los años 60 no era ese Bronx tenebroso que tratan de presentarnos a veces, pero tenía sus entresijos porque los jefes miraban para otro lado. Así se explica que no se reconstruyese una iglesia quemada durante la guerra, que hubiese una fuente con el letrero de la República o que brillasen las luces de un antro llamado Molino Rojo.
Era uno de esos ángulos muertos en la visión de las autoridades franquistas, que permitían un cabaret cuyo nombre evocaba el libertinaje de forma explícita e incluía el complejo adjetivo rojo. Su homónimo del Paralelo barcelonés no tuvo la misma suerte en cuanto a sensibilidades políticas y tuvo que conformarse con ser El Molino a secas.
Allí convivían la insinuación con la juerga flamenca, el casticismo con lo foráneo y la vertiente tradicional de los espectáculos con el rock confinado a las catacumbas. Sin duda, junto al destape y los muslos estaba también la prostitución, ya fuese encubierta o de forma explícita, pues no eran pocas las vedettes y coristas que traspasaban la línea roja, pero en la España pacata de aquellos años, la sola presencia de Lola Flores bastaba para encender el local.
Solar del Molino Rojo desde la calle Mesón de Paredes. La primera imagen, de 1969, muestra el cine Lavapiés en las plantas superiores. La otra es una foto actual del edificio de la UNED mirando en sentido contrario desde un poco más abajo, en el cruce con C/Tribulete.
Aquel lejano Molino Rojo era más una anomalía que un brote verde entre los terrones, pero encajaba con la moral reprimida de entonces, un quiero y no puedo que se anunciaba con alusiones a lo castizo y a Nueva York, y equiparaba a los bajos fondos de andar por casa con el París de la Belle Epoque.
Como los grandes iconos de la cultura, sea ésta alta o baja, llegó a contar con su propia película, protagonizada por Marisol en 1973. La musa de ese inframundo de explotación y espectáculo compartía cartel con divas de la generación del destape como Mirta Miller o Bárbara Rey, con secundarios hollywoodienses venidos a menos y con productores aviesos que hoy andarían con pies de plomo.
Los cambios sociales y en las mentalidades dejaron descafeinado al Molino Rojo, que cerraría en 1983 y fue derribado después de diez años. Tras un paréntesis como solar, en su lugar hoy se ubica la UNED.
Toda esa libertad contenida se ocultaba bajo la alfombra de Lavapiés, en el número 16 de una calle del Tribulete cuyo nombre deriva de un juego que, con frecuencia, se traducía en apuestas y gresca mientras las autoridades, como casi siempre por esta zona, miraban para otro lado.
1Permítase la licencia. No sé si hay estudios comparativos respecto a Tallin o Monrovia.