Es estética y deprimente a la vez, una ciudad costera del sur a la que los norteños ásperos como Brian Clough no consideran siquiera Inglaterra. Sin duda exageran, pues Portsmouth no está tan mal, que es una de las peores cosas que pueden decirse de un sitio sin recurrir al insulto.
Se encuentra en una bahía donde hay una base naval, un astillero, portaaviones a veces, el buque insignia de Nelson y un museo del Día D, algunos parques, paseo marítimo y un mar que invita a llevar bufanda. También una torre moderna en forma de vela a modo de colofón. Se llama Spinnaker Tower y sirve de observatorio. Tiene un aire a lo Calatrava que augura un mantenimiento difícil, aunque el observador confía en que no cause tantos problemas.
Portsmouth parece tranquilo con su paisaje de casas bajas dispuestas en filas largas y estrechas rociadas por bloques altos, pero no mucho. La mayoría fueron prefabricados en la posguerra, después de que la Luftwaffe dejase el centro como un solar. Se construyó bastante y también barato para acabar con la existencia de infraviviendas con las que se venía lidiando desde 1910, y el resultado es ese trazado tan longitudinal y típico de las ciudades inglesas. Parece claro que cuando Brian Clough hablaba del sur como si fuese ya Francia, lo hacía solo por fastidiar.
Con un aspecto tan armonioso (algunos dirán que aburrido) y sin grandes problemas sociales ni delincuencia o inmigración a la que culpar, resulta curioso que Portsmouth, más conocida en el Reino Unido como Pompey, cuente con uno de los grupos de hooligans más respetados del país donde se inventaron. Por no tener, la ciudad ni siquiera tiene un equipo que suela pelear por títulos, aunque el que a estas alturas crea que el fútbol consiste en ganar partidos, es que no se ha enterado de nada.
Vista aérea de Porstmouth, conocida en Inglaterra como Pompey
Esta combinación de ciudad mediocre, equipo acorde y hooligans terroríficos resulta tan atractiva que es normal preguntarse cómo es posible que Portsmouth haya parido a una firm como la 6.57 Crew, cuya simple mención ha hecho esconderse a muchos y servido de inspiración a unos pocos.
Para encontrar respuestas, los libros firmados (y puede que incluso escritos) por conocidos top boys desde principios de los 2000 son solo una ayuda colateral, ya que se trata en su mayoría de panegíricos y colecciones de batallitas que rozan la exaltación homoerótica, lo cual no implica que sea necesario mantener esta afirmación en un cara a cara con los autores.
Algunas de estas obras con más valor comercial que analítico se atreven a abordar de forma superficial las causas del hooliganismo, pero cuando lo hacen recurren al combo básico de “vida difícil + paro + fútbol como evasión = hooligan desbocado”. Así lo hacen Cass Pennant y Rob Sylvester en “Rolling with the 6.57 Crew. The true story of Pompey’s legendary football fans”, un libro de 2003 en el que atribuyen la dureza de los matones de Portsmouth a las difíciles condiciones de vida de la ciudad durante los años 70 y 80, ahondando en la relación entre desempleo y disponibilidad de tiempo para explicar el fenómeno hooligan y los desplazamientos vinculados al fútbol.
Sin que esto sea falso, dicha versión no explicaría por qué la fama de los hools de Pompey rebasó a la de firms de ciudades con una situación económica aún peor; ni por qué no todas las localidades que viviesen situaciones análogas desarrollaron firms con un nivel similar de violencia, o por qué una vez superados estos problemas socio-económicos o la percepción de ellos, hubo ciudades en las que el hooliganismo permaneció intacto, mientras que en otras perdió intensidad.
En este sentido, Pennant y Sylvester atribuyen la evolución desigual a una simple cuestión de modas, lo cual, tomando el mismo ejemplo usado en su obra, no explicaría por qué la moda hooligan perdió vigencia en Portsmouth hasta convertir a su firm en una sombra de lo que fue, mientras que en Cardiff formar parte de la Soul Crew sigue siendo la opción más atractiva para buena parte de los matones locales. Dicha explicación con la moda actuando en forma de Deus ex machina requeriría de una investigación posterior en la que apoyarse, así que a falta de datos concretos, conviene buscar más factores que expliquen por qué los hools de Pompey se encuentran entre los más temidos de toda Inglaterra pese al nivel de vida de su ciudad.
Hooligans del Portsmouth todavía influidos por la estética skinhead
A la hora de buscar sentido a la singularidad de Portsmouth, conviene analizar su contexto cultural y geográfico. El caso es que la ciudad está en una isla y eso siempre da personalidad, por eso sus habitantes (200 mil en la urbe, el doble en el conurbano) cultivan un localismo extremo al que también contribuyen la falta de identidad sureña con la que oponerse al Norte, y un antagonismo punzante respecto a Londres y a sitios vecinos como Southampton.
Respecto a la primera cuestión, en Inglaterra se pertenece al Sur tan solo por motivos geográficos, ya que el tercio meridional de la isla no tiene unos rasgos comunes tan definidos como el Norte industrial y agreste. En otras palabras, los habitantes de Portsmouth o Brighton van culturalmente en el mismo saco por eliminación, por eso su propio ombligo es el punto de referencia en casi todos los casos. Eso nos lleva al siguiente punto, el de las fuertes rivalidades entre vecinos, aunque lo de aborrecer al de al lado es tan universal que casi se explica solo, al igual que el recelo respecto a la capital.
Traducido al caso de Portsmouth, el odio a Southampton se debe a una supuesta huelga ancestral en la que la lucha heroica de los estibadores locales se vio truncada por el esquirolaje de sus vecinos, cuya traición al ocupar su lugar en el puerto los hizo merecedores de encono infinito y del término despectivo de scummers.
Esta versión proletaria de la batalla de las Termópilas resulta eficiente como mito fundacional, pero apenas resiste un análisis pormenorizado, en primer lugar porque el puerto de Portsmouth pertenecía a la Royal Navy y ésta prohibía hacer huelga a sus operarios, y en segundo porque las condiciones de los trabajadores de Southampton eran aún peores, ya que no estaban en nómina de compañía alguna, sino que eran una especie de jornaleros a los que se contrataba por días cuando se arremolinaban ante los muelles. Por esta razón, los que hacían huelga con más frecuencia eran los operarios de esa ciudad y no los más acomodados de Portsmouth, como bien demostraron en los disturbios de 1890. Entonces los esquiroles fueron los de Pompey, dando lugar al que quizás sea el verdadero motivo del pique entre ambas ciudades, además de un buen ejemplo de psicología inversa a nivel regional.
En cuanto a la rivalidad con Londres, se trata del clásico enfrentamiento entre una ciudad pequeña y otra mayor a la que quiere demostrar algo. En este sentido, el nombre de la temida firm de Pompey resulta más esclarecedor de lo que a sus miembros les gustaría, ya que la 6.57 Crew fue bautizada con el horario del primer tren que salía en dirección a la capital.
En los 80, los hooligans adoptaron la estética casual. En la imagen, la 6.57 Crew del Portsmouth en un partido contra el Manchester City
El complejo frente a la gran ciudad se camufla mediante un calculado desprecio a su supuesta pérdida de autenticidad, aunque la coincidencia en contexto social y valores, así como el respeto ganado durante muchos enfrentamientos, han hecho que los aficionados del Millwall sean reconocidos por los hooligans de Pompey como sus principales rivales, originando una historia de amor no correspondido que ahonda en el sentimiento inicial de rechazo a Londres.
Usando la concepción maoísta aportada por Dunning, la “contradicción principal” que explicaría la violencia de los hinchas de Portsmouth sería su rechazo la condescendencia de los londinenses, en un nuevo ejemplo del derby eterno entre campo y ciudad en el que los pompeyanos asumirían el rol de rústicos.
Esta visión que analiza las causas antropológicas entronca con la teoría marxista clásica que entiende el hooliganismo como una respuesta contracultral de la clase obrera frente a la subordinación, lo que haría atractivo al fenómeno desde el punto de vista de la lucha de clases. Esto no significa que pegarse con los del pueblo de al lado tenga un valor revolucionario, pero contiene un rechazo a la autoridad que se pone de manifiesto cuando las aficiones rivales se enfrentan conjuntamente a la policía, cuando los altercados derivan en vandalismo o cuando se celebra la situación irónica de que el Estado gaste recursos en combatir a los hooligans e incluso les ponga escolta como si fuesen autoridades.
Sin embargo, en los años 60 surge un marxismo crítico con la consideración del hooliganismo como forma de resistencia. Autores como Marcuse o Adorno opinan que los enfrentamientos entre grupos de clase obrera debilitan su posición frente a la clase hegemónica, por lo que la escena hooligan tendría un matiz reaccionario. A ojos de los neo-marxistas, no habría nada contracultural en las peleas vinculadas al fútbol, sino más bien al contrario: sería una forma absurda de gastar energía en actividades improductivas y hacerle el juego al poder, que asistiría encantado a la lucha intestina entre los trabajadores y azuzaría a una facción contra otra para beneficiarse.
Aunque lleguen a conclusiones distintas, ambas visiones marxistas conforman el análisis más sistemático del fenómeno hooligan, pues lo circunscriben dentro de un modelo explicativo global en el que confluyen causas antropológicas, socio-económicas y culturales; en tanto que otras teorías se limitan a ofrecer explicaciones parciales, centradas en una única variable.
Los enfrentamientos entre hooligans de Pompey y Millwall eran un clásico de los 70 y 80
Es el caso de otro de los enfoques apuntado por Dunning, según la cual los aficionados vinculan su orgullo con el del equipo, empleando un mecanismo de proyección similar al de la religión o el nacionalismo. Identificándose con su club, el hooligan tomará como personales los éxitos y derrotas vividos por éste, de forma que cuanto peor sea la situación deportiva, mayor será la violencia empleada para resarcirse. Este sería el motivo de que la firm del Portsmouth viviese su punto álgido cuando el equipo vagaba por divisiones inmundas y estaba a punto de desaparecer.
Un nuevo enfoque parcial pero tan significativo como discutible es el propuesto por Gary Armstorng, quien no solo hace hincapié en el hecho de que los grupos de hooligans tienen una estructura menos jerarquizada de lo que la prensa y ellos mismos pretenden hacer creer, sino que en su estudio sobre la firm del Sheffield United llega a la conclusión de que las ciudades con un solo equipo darían lugar a grupos más fuertes, ya que sus potenciales miembros confluirían bajo la misma organización. Esto explicaría la contundencia de firms de ciudades como Aberdeen, Cardiff o el propio Portsmouth, modestas en cuanto a tamaño, pero sin clubes rivales que se disputen sus fuerzas.
Por último, la Universidad de Leicester sitúa el fenómeno hooligan dentro de un ciclo compuesto por varias fases, una incipiente hasta los años 60 marcada por su carácter improvisado y con los estadios como escenario base; una segunda fase (años 70) en la que el enfrentamiento adquiere un carácter masivo y se sitúa en el exterior del campo, y finalmente un tercer período (años 80) en el que los hooligans se especializan formando organizaciones que se enfrentan en el contexto de acciones planificadas llevadas a cabo en pubs o estaciones de tren, a veces lejos del lugar del partido. Dando por terminada entonces la Edad de Oro del hooliganismo, podría añadirse una última etapa con internet y los encuentros pactados como protagonistas. Sea de un modo u otro, esta secuenciación ha suscitado bastantes críticas, y en cualquier caso, no supone un análisis sistemático que tenga en cuenta las causas profundas de lo ocurrido alrededor de las gradas.
Quizá el ingrediente definitivo para entender todo esto sea algo menos sesudo y tenga razón Mark Chester cuando explica las razones de su paso por los Naughty Forty del Stoke City. Sin duda él tuvo problemas y también una infancia difícil, pero muchos de sus colegas no. Lo único que los unía a todos es que, sencillamente, les encantaba pegarse y poner como excusa el fútbol.
– BIBLIOGRAFÍA:
– JAMES, Kieran: “Soccer hooligan studies: Giving the marxist approach another chance”. University of the West of Scotland (2018)
– PENNANT et alii, “Rolling with the 6.57 Crew. The true story of Pompey’s legendary football fans”, Blacke Publishing (2003)
– Fanzine WANNABES n.º 4, noviembre 2018
– Great Pompey myths debunked – Nº1: The origin of Scummers, www.fansnetwork.co.uk (2012)