Según una historia de saldo, Miguel Ángel se dirigió a Moisés cuando acabó de crearlo: “¿Por qué no hablas?”, le dijo, y su grito impostado no obtuvo respuesta. A Lester Young también le gritaban los oficiales, aunque sin tanto romanticismo. Si aquel recluta de Misisipi hubiese tenido que cincelar mármol lo habría hecho con suavidad, del mismo modo en que susurraba al saxo hasta que los presentes dudaban que fuese un tenor.
“Aquí no durarás nada”, le decían sus superiores y los músicos despiadados que se aferraban al pentagrama como a una cucaña hasta dejarlo pelado de arte, resbaladizo, reconvertido en excusa con fines alimenticios. Tenía tiempo para pensar. En 1944 estaba arrestado en Fort Gordon, un centro disciplinario para soldados en horas bajas y prisioneros de aquella guerra que se libraba en Europa. Él también se sentía extranjero en esa cárcel del sur donde los negros pagaban dos veces por sus errores: una por el delito y otra por la discriminación racial.
“Tiene que acompañarnos”. La frase se la espetó un espectro surgido de entre la bruma que adorna los escenarios de los tugurios. Lester los frecuentaba desde la adolescencia, cuando en 1927 huyó por primera vez de la autoridad al escapar de su padre. Dejó la banda en la que tocaba con su familia y se enroló en los Bostonians de Art Bronson, con los que recorrió Colorado, Nebraska y las dos Dakotas, lugares tan alejados del jazz como libres (es un decir) de los prejuicios sureños. Huía de todos y de sí mismo con escapadas continuas y cortas, pero en los clubes el humo no era tan denso como para tapar las obligaciones, así que el espectro vestido con un uniforme oliva se dirigió a él como si hablase una estatua: “el ejército de los Estados Unidos lo acusa de evadir su deber con la patria. Es el momento de redimirse”. Se lo llevaron en plena racha como harían más tarde con Mohammed Ali, que sería despojado del título indiscutible y de su nombre de esclavo para volver con más fuerza a los pocos años. Faltaban décadas para eso.
Mientras tanto, a Lester lo maltrataron durante meses cerca de Augusta, en un campamento a pocas millas del club de golf. El aire marcial y el racismo se conjuraron para arrasar su espíritu, que no encajaba entre barracones. Allí se igualaba por bajo a los hombres hasta que no levantaban un palmo ni se diferenciaban en lo más mínimo, por eso un artista tímido sonaba raro entre tantas cifras. Tenía además 35 años, el doble que los muchachos que se alistaban en su momento. Con esas cartas y síndrome de abstinencia, Lester se diluyó entre delirios. En uno de ellos viajó diez años atrás, de vuelta a Kansas City tras alternar empleos en Nuevo México. Era un joven extraño de veintipocos que manejaba el saxo con sutileza en un tiempo de vendavales, un rara avis que se plantó a deshora en un club llamado Cherry Blossom tras enterarse de que la orquesta de Fletcher Henderson estaba en la zona y se esperaba allí una jam session con aires de duelo.
El objetivo a abatir era Coleman Hawkins, un campeón surgido al amparo del blues y las primeras big bands de Nueva York y Chicago, ciudades que habían arrebatado al sur su hegemonía gracias al Cotton Club y más garitos indescriptibles. De vez en cuando los ases del norte se desplazaban para lucir galones y evitar que se discutiese su posición, por eso en diciembre del 33 estaban todos en Kansas City, la esquiva ciudad de Missouri que había tomado su nombre del río y Estado de al lado.
Mary Lou Williams, pianista y jazzwoman neutral, refiere un combate histórico en el que Hawkins fue destronado contra todo pronóstico por Lester Young, el chico con ademanes líricos que no sacudía el saxo sino que lo acunaba. Parecía un adelanto de lo ocurrido veinte años más tarde en el combate entre Ali y Sonny Liston, cuando el aspirante imberbe de aspecto elegante tenía enfrente a un ogro intratable. No acaban ahí los paralelismos, tanto Liston como Hawkins trataban sus disciplinas con la autoridad del que infunde miedo entre sus rivales. Los puños de Liston eran de mármol, los tics de Hawkins un canon, y sus creaciones, estándares jazzísticos a orillas del río Hudson. En cuanto a los aspirantes, Lester y Cassius Clay (aún no era Muhammad Ali) hacían las cosas a su manera, sin preocuparse del qué dirán. Tanto mejor para ellos, de lo contrario hubiesen caído incluso antes de oír la campana.
La exhibición de Lester en Kansas City le permitió entrar en la banda de Fletcher Henderson sustituyendo precisamente a Hawkins, que era como fichar por los Yankees para ocupar el lugar de Babe Ruth, solo que en este caso el motivo de su salida era una gira para evangelizar Europa. A Hawkins se le resistió la Alemania nazi, de donde fue expulsado por su color de piel, pero el resto del continente le puso una alfombra roja.
Durante esa ausencia, Lester lo pasó mal. Le recordaban constantemente que Hawkins era el modelo a imitar e incluso ponían de fondo discos con sus soplidos huracanados para ver si se le pegaba algo. Sumido en su mundo y su propio estilo, Young escapó una vez más. Volvió a Kansas City y se refugió en la big band de Count Bassie, de la que iba y venía según su norma, aunque por vez primera la suerte le sonrió. Pilló la ola del swing y la fama desde su base en el Reno Club, un antro donde empezó a ladear el saxo para no molestar a nadie, tal era el sitio que le quedaba en el escenario.
En grupo grande o en combos pequeños, con banda propia o en la de otros, su levedad armoniosa fue expandiéndose en círculos que tenían como epicentro su sombrero pork pie, otra de las rarezas que, como tocar de lado o su argot incisivo, empezaron a ser copiadas por los novatos. Lester estaba creando un paradigma nuevo que abrió caminos, como la imbricación platónica con Billie Holiday, otro espíritu atormentado capaz de hacer llorar a los blancos y de investir a Lester con el máximo título en un país sin realeza.: “eres el presidente de los saxofonistas. No hay nada parecido”. Y Lester se convirtió en “Prez”, inaugurando un mandato al que llegó de improviso y sin pretensiones gracias a noches gloriosas como la referida por Lady Day, su compañera de dúo y penurias desde ese instante. La propia Holiday cuenta que liquidó a Chu Berry sin proponérselo en un duelo desnivelado que supo ir cambiando sobre la marcha. De nuevo una profecía de lo que haría Ali destronando ogros con su aguijón, noqueando a Big George en Kinshasa sin que nadie pudiese entender el modo en que la exquisitez dominaba a la fuerza bruta.
La percepción de su estilo dio un giro abrupto sin que Lester cambiase nada, pasando del barro al podio con actuaciones épicas y grabaciones que crearon escuela. Despreocupado por su legado, se limitaba a tocar mientras surgían discípulos que interpretaban a la manera del ídolo susurrante de Kansas, que rezongaba celoso de su individualidad.
Sin embargo, en 1944 se rompió todo. Fin del delirio de un éxito a medias. De vuelta a la realidad, el Presidente cumplió condena en una prisión militar cualquiera. Fue un infierno al que bajó desde el purgatorio de una mili forzosa en tiempo de guerra, agravado por causas múltiples entre las que se encontraban su carácter y otras sustancias. Para meterlo en vereda, le cayó un castigo ejemplar. Cómo sería su estado, que el Leviatán que lo había tragado decidió escupirlo sin digerir nada. En 1945, tras perdonarle los últimos meses de cárcel, fue licenciado con deshonor, como asumiendo la verdadera naturaleza de lo sucedido ahí adentro.
Afuera, Lester nunca volvió a ser el mismo. Su singularidad derivó en rareza y su ingravidez en agotamiento. Aún tuvo tiempo de registrar composiciones geniales y situarse a caballo entre la tradición y una modernidad a la que había contribuido con trazos de envergadura, pero el alcohol y la creencia en su percepción extrasensorial lo conducían al abismo cada muy poco.
En los cincuenta, los próceres del bebop como Charlie Parker reconocieron su influencia y autoridad, aunque usaban un lenguaje distinto en el que la improvisación y amplitud de acordes eran al jazz lo que la pincelada corta al impresionismo. Después Coltrane rompería definitivamente con la figuración, pero eso excede el legado de quien pasó sus últimos años reconvertido en ídolo de los beatniks, apóstoles de una vanguardia por la que Lester nunca se preocupó en exceso y de la que no llegó a formar parte del todo. Buscaban en él la autenticidad de quien conoció el lado amargo más que el salvaje y construyó un malditismo amable asociado a las drogas, la cárcel y la locura.
Con la ligera condescendencia que afea los reconocimientos tardíos, Lester vivió un homenaje en vida gracias a la labor de un mecenas que supo recompensar su talento con gira en París incluida y retiro dorado en Manhattan; unas Florencia y Roma contemporáneas en las que el Presidente Young esculpió sus obras mientras les susurraba de lado.