Cuando Mauritius me dijo «vamos al Sausalito» me puse unos calcetines nuevos y metí diez chelines en la cartera. Sonaba como si California nos esperase de veras, pero era mejor aún: todas las chicas de Wolverhampton salían allí, y también los macarras de los alrededores que los sábados por la tarde vaciaban las factorías y los talleres. Vestían cuellos enormes, chaquetas vaqueras y se olvidaban de todo hasta nueva orden.
Entonces me parecía un triunfo cuando mi hermano mayor me alistaba a la fuerza en sus planes, aunque fuese por conveniencia propia y me tocase el papel de subordinado. Cogimos el autobús y apenas me dirigió la palabra durante todo el camino, tan solo se colocaba el pelo de vez en cuando mientras miraba su propio reflejo en la ventanilla.
– Tú pagas lo de los dos – los buenos comienzos siempre son duros.
Una señora llevaba ajo rojo y limones en una bolsa, se acicalaba también en su asiento y clamaba contra el mal tiempo crónico de las Midlands. Tenía razón en todo, a decir verdad, así que yo también reparé en mi atuendo y corte de pelo. Hacía semanas que debía hacer algo en ese sentido, pero lo posponía porque sabía de sobra que todo el dinero que me soltase mi madre lo gastaría en discos que acumulaba orgulloso en una repisa. No me gustaba tanto la música en aquel momento, pero sentía que era mi obligación como adolescente comprarlos y que crecía más a medida que lo iba haciendo, así que de vez en cuando tocaba. En cualquier caso, la sensación de culpa me bloqueó: ni fui a la peluquería ni compré singles, y allí estaba entonces, subido en un autobús con dudas sobre mi aspecto y algo de pasta de cuya existencia Mauritius sabía, por eso me había invitado mientras lo asimilaba a marchas forzadas.
Desde mi condición de bailarín raso temía el momento de la llegada a esa sala mítica donde la multitud repartida en pandillas analizaba cada detalle con aridez, como temiendo que la presencia de savia nueva descabalgase al viejo orden cósmico que se mostraba así desde tiempos inmemoriales. Había un poco de eso y de leyes que gobernaban aquello, pero en el fondo todos temían allí: los gallos jóvenes a las glorias vigentes, los veteranos a la llamada al asalto de los recién llegados. Hasta los responsables de la seguridad del local tenían miedo de que la masa amorfa y acicalada que se emplazaba en la pista de baile mutase en turba y ardiese todo sin miramientos, pero sacaban pecho mientras miraban al infinito y disimulaban.
-Si vuelven esos de Lichfield, tú no los dejes pasar.
Un tipo gordo que identifiqué como el encargado se dirigió al portero mientras yo le entregaba el ticket. Su frase sonó a amenaza directa en mi estreno, así que sumé otro motivo más de preocupación. Llevaba el pelo descontrolado, los pantalones quizá algo estrechos para mi gusto y apenas sabía reconocer las canciones; encima mi hermano me chuleaba y había unos tipos que si se presentaban nos aguarían la fiesta. Podía pasar algo más? Sí, Lara Pursey con sus amigas y una mirada furtiva. Cuando escuché las risas, sentí que me atizaba de golpe el funk de Nueva Orleans con doble ración de gumbo y de jambalaya.
-Espérame por aquí.
Mauritius me dejó solo y se fue a lo suyo, que no era tanto como el creía, quizá por eso le molestaba tener testigos incómodos. Ante la perspectiva de comentarlo luego y ponerlo en un compromiso, crecí dos palmos y me animé mientras sentía que estaba en el momento y lugar adecuados. A veces pienso que cuando estás casi acorralado las cosas solo pueden ir hacia arriba, no sé vosotros cómo lo veis, así que supuse que estaba en esa fase ascendente mientras la estrella efímera de Mauritius ya declinaba.
Entonces se oyó una llamada al baile desde Detroit, donde granujas de los suburbios como nosotros cambiaban su rol gregario por el protagonismo cuando sonaba su voz en las grabaciones. Después veían apenas unos centavos a cambio, e incluso puede que nunca llegasen a ser conscientes de la influencia de sus canciones, por eso su éxito en diferido muy pocas veces los conducía a nada.
Yo contemplaba desde una esquina el efecto de sus acordes y sus palabras mientras calmaba los nervios; quería llamar la atención y pasar desapercibido, volverme a casa y también triunfar. De pronto surgió un botarate metiendo ruido para tapar sus carencias. Trataba de hacerse notar entre todos.
– Soy Vladimir, de Croydon. Me han dicho que estrenas zapatos – y me pisó con fuerza las botas.
Quizás fuese un face importado del sur de Londres, quizás un pardillo monumental. Tenía un acento neutro y se parecía a Jack Brabham, con su fisionomía rural enquistada y una vejez prematura que se estabiliza al pasar los años. El caso es que reaccioné sin esa firmeza que se supone en los entornos obreros y le pregunté por los resultados del Crystal Palace. Vlad el de Croydon dudó un instante y se fue chisporroteando como el motor gripado de un Hesketh.
A falta de otras opciones, entonces me decidí a bailar. Mientras me dirigía a la pista dudaba del mismo modo que cuando iba a la playa en Weston. Al menos allí la marea baja dejaba algunos metros para pensar si lanzarse al agua, pero en el Sausalito no había margen de maniobra. Antes de darme cuenta, el oleaje de bailarines en trance me salpicó de golpe y no tuve opción de reflexionar.
Creo que no ocurrió mucho más. Pasé unas horas improvisando; otros consumen su tiempo pescando truchas o yendo a un estadio y ya está. Después reelaboran sus experiencias desde el recuerdo y añaden trozos de su cosecha, aportaciones varias y otras vivencias distorsionadas. Pasado el tiempo, lo que ocurrió de veras se desdibuja y va apareciendo un relato nuevo que suena coherente.
Cuando nos vemos (de cuando en cuando) Mauritius suele decirme:
– Qué bien lo pasamos aquella tarde en el Sausalito.