La muerte de Sam Cooke en circunstancias extrañas tiene todos los ingredientes para una serie de culto: misterio, belleza, poder, working class heroes, asesinatos, mentiras, sexo, conflictos raciales, conspiraciones, el escenario más fotogénico en la ciudad de Los Ángeles, la estética inigualable de los 60 y una banda sonora que a estas alturas se queda en eso, en simple acompañamiento para lo precedente.
Puede que suene a herejía cuando se trata del inventor del soul, del rey de la música que llega al alma, del llanero solitario que desafió el monopolio de la Motown, pero el aura insondable que rodea a las muertes precoces ligadas al éxito lo eclipsa todo a su paso.
La historia empezaría por el final, con las primeras secuencias mostrando la escena del crimen que despertó a América el 11 de diciembre de 1964.
Escena del crimen y noticia reflejando los hechos.
Un hombre negro yace en el suelo de un motel sórdido en South Figueroa, uno de esos polígonos que surcan Los Ángeles haciendo que la ciudad parezca un suburbio inmenso o aún peor, un gigantesco mall de más de cien millas de lado a lado.
Tiene un disparo en el pecho, el cuerpo semidesnudo y el rostro molido a golpes. Se ve grotesco apenas vestido con los zapatos y una chaqueta sport, como si hubiese corrido tras algo o alguien y se dejase el pudor a medias en la carrera. En cualquier caso, la policía escucha a Bertha Lee Franklin, recepcionista y autora confesa del homicidio. Aquel desquiciado había intentado atacarla. Su versión es corroborada por Evelyn Carr, dueña del establecimiento, que había asistido desde el teléfono a la llamada desesperada de su empleada mientras se producían los hechos.
También interrogan a Lisa Boyer, una de las innumerables artistas que surcan Los Ángeles en busca de suerte y mecenas. Acompañaba a la víctima cuando se registraron en el motel La Hacienda a las 2:35 am. Él fue quien pagó la cuenta de tres dólares a nombre de Sam Cooke y señora, una mentira piadosa que importa poco en estos lugares.
Última fotografía de Sam Cooke con vida. En la otra imagen, el motel de Los Ángeles donde murió.
Según su declaración, Boyer había quedado con Cooke para hablar del lanzamiento de su carrera, pero de alguna forma la había engañado para llevarla a un motel. Cuando lo vio desnudo empezó a dudar del cumplimiento de las promesas, así que aprovechó que el artista iba al baño para vestirse con lo primero que pudo (la ropa de Cooke) y huir por una ventana. Corrió hasta la recepción para llamar a la policía, pero al ver que la encargada no reaccionaba, se dirigió a una cabina para avisar de su propio secuestro. Eran las 3:08 am.
Con estos mimbres, los oficiales lo tienen claro: aquel negro intentó abusar de la chica y silenciar al testigo incómodo. Tres testimonios corroboran esa versión, razón de más para dar carpetazo al asunto e irse a dormir, no sin antes calificar de heroína a la autora de los disparos en un atestado que celebra su valentía.
En un juicio corto con quince minutos de deliberación, el jurado legitima la autodefensa de Bertha Franklin, quien reconoce haber disparado a Cooke y rematarlo a golpes en la cabeza cuando éste le dice “Señora, me ha disparado” e intenta atacarla de nuevo.
La viuda de Cooke y su precaria defensa asumen el veredicto sin muchas dudas. Puede que influyan las infidelidades por parte y parte, o puede que Barbara Cooke tenga ya en mente su nueva vida con Bobby Womack, diez años más joven y protegido de su marido en SAR Records. El caso es que malvende por 100 mil dólares los derechos de sus canciones (hoy generan millones al año) y se casa con Womack a los tres meses.
Bertha Franklin y Lisa Boyer, autora de los disparos y acompañante de Cooke en su última noche.
La historia de la pareja daría para un spin off. Duraron poco y los devoró el escándalo. Él denunció el ostracismo por parte del soul, del público y de sus hermanos. El de Bárbara incluso llegó a pegarle. Ella casi lo mata cuando se entera de la aventura con su hija Linda de 18 años, hija natural de Sam Cooke. Al menos Womack sobrevivió al divorcio y a los disparos de Barbara, teniendo más suerte que su hermano Harry, apuñalado en el cuello por una novia celosa. Otro de ellos, Cecil, acabaría casado con Linda, la hija de Cooke y ex-amante del propio Bobby, que se pasó los 70 y 80 en medio de más divorcios, drogas y muertes precoces de hijos; todo un serial que excede la dosis dramática de una serie de culto y la convierte en un culebrón.
En cuanto a Sam Cooke, su famlia nunca aceptó las conclusiones del juicio sobre su muerte, por lo que contrató a un detective que puso los puntos sobre las íes. Resulta que Cooke llevaba unas tres semanas viéndose con Lisa Boyer, que la noche de autos cenaron en el Martoni de Sunset Boulevard junto al mánager del artista y unos amigos, que luego siguieron de fiesta en el club PJS y que después terminaron la noche en La Hacienda, motel barato y poligonero donde el cantante triunfaba a veces con sus conquistas.
Todo siguió como siempre hasta que Lisa Boyer aprovechó que el cantante dormía para robarle los tres mil dólares que según sus amigos llevaba encima, una fortuna para una chica que hacía del acompañamiento un oficio y que de paso aspiraba a algo más, como otras tantas en las ciudades grandes y sobre todo en Los Ángeles. Salió a la carrera metida en la ropa de Cooke, que al escuchar su huida corrió tras ella con lo que pudo, apenas unos zapatos y una chaqueta fina.
Con ese aspecto y la tensión del momento llegó hasta la recepción, causando en la empleada tal susto que disparó un revólver contra el cliente apurado al que creyó un agresor. Fin de la historia y de una confusión trágica, comienzo de las teorías conspirativas que adornan la trama.
Bobby Womack y Sam y Barbara Cooke.
Con un cadáver hermoso y joven sobre la mesa (Cooke tenía 33 años), las cosas no suelen dejarse quietas a la primera, así que pronto surgieron teorías rocambolescas sobre sicarios, blancos celosos del éxito de un negro metido a jefe, dueños de discográficas envidiosos, presiones de asociaciones negras que recelaban del ídolo por oscuros motivos o simple racismo enquistado.
No ayudaron en absoluto la pobre actuación de la policía, su sesgo en las conclusiones, la rápida resolución del juicio, ni el destino de Bertha Franklin, recepcionista homicida que cambió su declaración cuatro veces y apareció muerta a los pocos años en circunstancias también extrañas.
La haxiografía que rodeó a Sam Cooke en lo sucesivo quiso quitar sordidez a su muerte y dulcificarla con rasgos de lucha contra el racismo, pero la historia no da de sí. El crítico e historiador Peter Guralnick zanjó la cuestión en “Dream boogie”, un libro donde recuerda que en los 60 Los Ángeles era una selva donde las femmes fatales tiraban de encanto para ganarse a incautos y desplumarlos en los moteles, todo un negocio del que no estaban libres los directivos del espectáculo ni estrellas brillantes como Sam Cooke.
Lisa Boyer, su última acompañante, sería acusada más tarde de prostitución y homicidio de otro amante casual, en lo que parece la prueba definitiva de lo que ocurrió aquella noche en el motel La Hacienda.
No es un final glorioso para un monarca, por eso se buscaron salidas alternativas. Quizás den el pego como guiones de cine, pero no encajan bien con la realidad. Fue Bobby Womack el que la resumió mejor cuando dijo que su mentor “había muerto en pelotas, no en una manifestación por los derechos civiles en Alabama”. Al menos nos quedará su música.