Muchas de las proezas del ser humano empiezan con una apuesta a modo de reto entre colegas o contendientes, que vienen a ser lo mismo, salvo excepciones gloriosas. Algunas mamarrachadas comparten igual origen, ya que la hombría mal entendida es una herramienta poderosísima, sea hacia un lado o al otro. Cuando se trata de superarse, mirar por el retrovisor al vecino es el mejor estímulo, y la perspectiva de su derrota es más gratificante de lo que pueda serlo cualquier botín.
Leyendo a diario la prensa, le queda a uno la sensación de que los hechos más noticiosos responden a este procedimiento, y en ese sentido, importa poco el nivel de lo sucedido. Da igual que se trate de un desafío absurdo como cruzar el planeta en globo o de algo grave como una guerra: de alguna forma, los titulares encajan con esa idea de que los acontecimientos empiezan desde una barra al grito de «a que no hay huevos». De otra manera, no se comprenderían la galería de personajes grotescos que pueblan la actualidad, lo absurdo de algunas leyes o el cariz, en definitiva, que han adquirido los tiempos.
No me resisto a pensar que perfiles desajustados y extremos como Javier Milei responden a este razonamiento en el que villanos de más calado y menos presencia en los medios le meten un gol de rabona a sus enemigos en una suerte de floritura humillante y extrema que sabe a vuelta de tuerca o a gloria, según el caso.
Pero Milei no es el único. Puede que Donald Trump abriese la veda en esta parada de monstruos recientes que empiezan sin ser tomados en serio hasta que ya es demasiado tarde, como esas canciones horribles y pegadizas que dan el salto desde la ducha al disco de oro sin que sepamos muy bien el cómo.
Creado el molde marcado por el exceso y con el zasca como objetivo, las masas jalean al elegido del mismo modo y con argumentos muy parecidos a los de una pelea en el barro entre contendientes incomprensibles, como si una lucha corriente no fuese bastante estímulo e hiciese falta un valor añadido para alcanzar el clímax. Atrás quedan los versus entre profesionales, entre rivales dignos de competir por el título. Ahora en lugar de esto tenemos combates entre youtubers, bufones y gentes exageradas.
Esto podría ser lo de menos de no ser porque también van en consonancia las leyes, las formas y las medidas. Con los villanos de nuevo cuño aparecen nuevos poderes y desafíos, de modo que el superhéroe o el ciudadano de turno debe afrontar otros retos de cada vez y calibrar sus propios poderes, si es que le queda alguno.
No es nada nuevo. Esta tragicomedia siempre ha tenido sus arquetipos, sus personajes modelo y también sus rutinas. Puede que ahora exista un mayor contagio al amparo de redes sociales y medios, que dan cobertura a los gilipollas de todo el mundo para copiar a sus ídolos, que son casi siempre el que gana; pero lo de apostar por el victorioso cuando se consolida se ha producido siempre.
Usando el ejemplo tan socorrido de los romanos, su clase senatorial quedó horrorizada cuando un arribista como Licinio Craso llegó al poder junto a Pompeyo y César, dos de los suyos que respondían al perfil clásico. Craso era distinto, pues su mayor baza era el dinero, y además lo obtenía de la especulación inmobiliaria y la gestión de residuos. De las meadas de las letrinas, concretamente, que aprovechaba para extraer el amoniaco con el que blanqueaba túnicas y sestercios. Cuando lo despreciaban por el origen de su riqueza, decía pecunia non olet, pues el dinero no huele y es cierto que sirve de mucho.
Quizá ese sea el mayor motivo, y de él parten las decisiones incomprensibles que parecen surgidas desde una barra mientras los parroquianos se regocijan y encargan más rondas de cañas y bravas.