Resulta enternecedor ver esos videos domésticos de décadas anteriores donde los retratados miran con timidez de novicio a la cámara, improvisan una sonrisa y fuerzan un gesto que invite a vivir el momento. La simple presencia del objetivo invalida toda espontaneidad, agravada por las observaciones a quemarropa del tipo «di algo», sin duda una invitación perfecta para el bloqueo.
Hoy la retransmisión continua de intimidades y momentazos ha dado paso a toda una industria audiovisual tan personal como transferible en la que la edición, la posverdad y los filtros lo han convertido todo en un cambalache. Si la vida social ha sido siempre un baile de máscaras, ahora también lo es la de andar por casa. O peor aún, en este directo continuo retransmitido de muchas formas, se da por sentado que existe una cámara grabando todo y también un motivo por el que compartirlo. Incluso las formas de socialización menos frívolas se han convertido en performances a varias bandas en las que cada actorcillo busca su sitio con menoscabo del bien común, que es relegado al rango de excusa temática para tramar la convocatoria.
En medio de tanta impostura, la competitividad es el combustible que anima a ganarle al vecino, a derrotar con sus propias armas sus ganas de destacar, imitando sus puntos fuertes si es necesario y haciéndolos pasar por endógenos. Es el efecto contagio de toda la vida, y si ya las oleadas revolucionarias de 1820, 30 y 48 sacudieron la Europa semialfabetizada de incipientes medios de comunicación de masas, en estos tiempos de streaming no íbamos a ser menos.
El caso es que los franceses montaron tal tractorada hace unos días, que al verla, sus pares hispanos vieron resucitar los complejos que siempre suscita la otra vertiente del Pirineo y llamaron a la yihad tractoral mientras pensaban motivos que la justificaran. No sé si los encontraron por el camino, pero a los medios les vino de cine para descerrajar un golpazo al concepto de movilización, tocado de muerte en esta sociedad desmovilizada. Mezclaron merinas y churrras, montaron despliegues y teatrillos en carreteras de medio pelo y dieron voz a la España profunda y al señorito, al desclasado por un jornal y al que gobierna el cortijo. En medio de esto la policía dejaba hacer y aportaba tensión narrativa, un papelón secundario muy bien llevado del que no son conscientes del todo, como esos actores que solo saben hacer de sí mismos y solo se dejan ir.
Este escenario tan variopinto de intensidad forzada no hay trama que lo resista, de modo que es mejor cortar por lo sano y dar paso pronto a un programa de espectáculo y variedades, terreno este sí, donde la creatividad hispana alcanza con creces el summum.
Y qué mejor plano para dejarse llevar por el paroxismo que una gala de premios de cine, al que la suerte o los astros, o puede también que la mala leche, han situado cerca del Carnaval. No voy a entrar en los estilismos ni en las quinielas de Goyas, y tampoco concedo valor alguno a las reivindicaciones. No es el lugar ni el momento de proclamar nada, como tampoco debería ser una tractorada la excusa idónea para petarlo en redes, pero que quieren: este es el tal futuro tan anunciado y ha venido para quedarse.