Desde siempre me ha atraído la arquitectura por lo que tiene de magia. Se cierra un espacio y de pronto adquiere una dinámica propia que condiciona lo que hay adentro. Algunos lugares incluso afectan a los que pasan cerca, como esos astros cuya gravitación desvía la trayectoria de cuerpos menores, que de repente pasan a regular las mareas o entran a comprarse un helado.
Igual que pasa con las personas, los edificios causan una impresión inicial que no se borra del todo nunca, de forma que en las ciudades grises imaginamos a seres acordes poblándolas, montones de ciudadanos tan monocordes como las casas en las que viven. Entonces ocurre que conocemos a uno de esos vecinos y, en serio, resulta tan previsible como esperábamos. Será verdad que no hay manera de huir de ese determinismo geográfico, o lo que pasa es que nuestras profecías se cumplen por voluntad propia?
Sea una cosa u otra, el caso es que cuando paso por una calle me voy fijando en los edificios, en cada uno y en el conjunto, como esas personas metódicas hasta límites compulsivos que planifican hasta el desorden, con libros y muebles dispuestos en caos aparente o un feed de fotos que encajan de maravilla en su Instagram.
Después me divierto con otra simpleza humana. Consiste en imaginar la vida de los demás. Combino ambas cosas y el resultado es aterrador: las casas más señoriales coinciden con individuos más estirados que nadie, capaces de distanciarse con verjas y vados de los que los rodean, aunque compartan calle y estrato social. Por contra, si el edificio anexo es de esos de poca monta que se fraguaron durante el desarrollismo, sus habitantes se antojan laxos, dotados de cercanía rural, como obligados por la pobreza aparente de su edificio aunque se encuentre en la milla de oro.
En esa vorágine de apariencias y conjeturas burdas, recorro mi barrio y lo miro a diario como si fuese un turista que sube y baja las cuestas que bautizaron a Lavapiés. Me contradigo al ver edificios decimonónicos con su grandeur parisina destartalada y no sé que pensar, si dentro habrá señorones que llevan sombrero y bigote o un aluvión de foráneos que apenas podemos pagar la belleza que nos rodea.
Quizá por eso, por ese lujo indebido que es ocupar el centro de una capitalaza, de alguna forma aquellos que abandonaron Madrid por la periferia cara se han conjurado para recuperar su sitio. Avanzan a golpe de rehabilitación y de rentas; de talonario en definitiva, haciendo valer esa máxima que jura que para ganar la guerra no hace falta otra cosa.
Y como en todo conflicto, al enemigo ni agua. Los invasores no buscan la ocupación del espacio, tan solo su explotación colonial, por eso la arquitectura bella se sustituye por edificios de identidad seriada acorde con los clientes. El Lavapiés moderno de rentas bajas y espacio privilegiado no necesita de virtuosismo a ojos de los arrendadores, de modo que a instancias suyas se opta por descuidar las formas y se perpetra una arquitectura de saldo, nada que ver con el cuidado que se proyecta en barrios contiguos como Las Letras, donde el dinero llama al dinero con mimo.
Me quedo para ilustrar esto con dos ejemplos, que es como traducir las cosas al lenguaje corriente. Son dos solares, dos barrios céntricos. En uno, la Puerta del Sol atrae turistas y acento europeo, por eso ha brotado un predio de relumbrón. No es el hotel Four Seasons, que juega otra liga, sino un bloque nuevo de apartamentos que a simple vista parece de 1907 (entiéndase esto como una muestra de estilo). El otro está en la Calle del Sombrerete, de nombre castizo como el Avapiés mismo, lo que lo exime de la necesidad de belleza. Alguien ha decidido endosarle un aspecto de extrarradio deliberado con lenguajes arquitectónicos nuevos, que significa lo mismo que repartir draconianamente comida en bici como antes había aguadores.
Son solo ejemplos, dos casos solo entre mil; puede que sea casualidad más mi aburrimiento, pero ambos encajan con sus entornos, cuidado el uno y menospreciado el otro por sus orígenes.