Imaginen un concurso en el que un detergente ofrezca un fantástico premio al ganador del siguiente sorteo: el elegido entre aquellos que envíen tres códigos de barras al correspondiente apartado de correos 28-cero-algo-de aquí-de Madrid será agraciado con los quince minutos de fama de los que hablaba Warhol, pero en versión política nacional. Tendrá derecho a acudir al Congreso en plena tormenta y, tras un recorrido con los ujieres por las entrañas del hemiciclo, podrá observar en primera persona los orificios que hizo Tejero en el techo aquel día de furia, al tiempo que se sorprende de lo pequeño que es el recinto (parece más grande en la tele). Pasado este trance a medio camino entre el turismo de masas y la adoración de reliquias, el agraciado será aplaudido unánimemente por todas sus señorías, un hecho inaudito si hablamos de alta política, salvo que acuda un nazi como Zelensky a pedir más perras y de paso estirar las piernas, que lo de la guerra agota a cualquiera aunque en el fondo compense.
A estas alturas, nuestro premiado tendrá la emoción a la altura de un niño de San Ildefonso en vísperas del sorteo; o de un finalista en la entrega de premios de «Qué es un rey para ti», donde seguro que los marcajes al niño dejan en calcetines a la censura franquista. El caso es que el elegido por nuestra marca de detergente no deberá preocuparse por tales zarajos, podrá expresarse como le dé la gana y cagarse en todo si lo desea.
Píenselo fríamente: usted qué diría? Quince minutos sin cortapisas en la tribuna más relevante de España y con los medios más sensacionalistas a su disposición. Podría zanjarlo todo en cuestión de minutos? Conservaría el temple del que hace gala desde el sillón o la barra? No se conforme, es su momento. Todo el país le escucha.
Solo un último apunte: antes de dirigirse al pueblo, aspiraría usted una mínima dosis de helio. Ahora, respire. Toda España le está escuchando.