Los combates del siglo son como los eclipses, siempre hay alguno cerca aunque digan que no habrá más en decenios. En ambos casos confluyen fuerzas y expectativas de todo tipo junto a expresiones grandiosas. Pasado el hecho, la vida sigue y comienza el relato épico.
Quizá el boxeo exprima el reclamo con más ahínco que otros, como anunciando un Armagedón profano en el que se enfrentan antagonismos firmes. Sea esto cierto o solo un recurso publicitario, el caso es que existe algo literario en las peleas a cara o cruz.
En medio de esta inflación de augurios y contraposiciones, a veces emergen héroes que facilitan la construcción de mitos, artistas que catalizan las sensibilidades y se convierten en el espíritu de su tiempo.
Ali jugó ese papel respecto a los años 60 y 70, cuando la corrección política era tan solo un obstáculo y la lucha por los derechos una razón de peso.
Al bravucón de Kentucky que se apuntó a boxeo para recuperar una bicicleta le bastaban tres letras para pasar a la historia. Era The Lip cuando tumbó a Sonny Liston sin despeinarse y terminó siendo Ali a secas. No le hizo falta más.
Alí llegó a Kinshasa como un ídolo. Puso al público a su favor pese a que todo el mundo apostaba por Foreman.
A veces mordía el polvo (pocas), pero siempre por una razón mayor: cuando enseñó que Vietnam no era el enemigo y le usurparon el título, o cuando perdió ante Frazier para mostrar que era humano.
Fuese la hybris o desmesura la que lo atrajo al suelo de los mortales, o fuese Ken Norton cuando rompió su mandíbula, el caso es que el paso del campeón vencido por las peleas sin título se terminó tras la revancha ante Frazier. Ganó Muhammad Alí en un combate embarrado y fue aspirante de nuevo.
Enfrente estaba Big George, un Foreman despiadado y altivo que ni siquiera hablaba muy alto porque le molestaba tener que hacerlo. Subía al ring, golpeaba y asunto acabado. El resto era humo, por eso le importó poco que la defensa del título se disputase en un sitio que no salía en los mapas. Por 5 millones de dólares estaba dispuesto a matar a Ali aunque fuese en un páramo.
Eso esperaban todos, puede que Ali el primero, pues las 40 victorias de Foreman en otros tantos combates se presentaban como un diluvio de golpes de proporciones bíblicas, con 37 de esas peleas ganadas antes de tiempo y muchas de ellas en los primeros asaltos. Lo que dudaban los periodistas es en cuál de ellos derrotaría a Ali, no si George Foreman conseguiría hacerlo.
En 1974, Foreman asustaba. Campeón del mundo, con un récord de 40-0-0 y 37 KO’s. La derrota le supuso dos años de depresión y un cambio radical en su personalidad.
Los días previos en una Kinshasa idílica con las atrocidades adormecidas hicieron de Muhammad Alí todo un profeta en su tierra, pues hizo suya la negritud como si Foreman fuese blanco. Creó un ambiente que le favorecía y ganó la primera batalla, la del apoyo del pueblo zaireño que se rindió a sus pies y lo seguía (literalmente) como a un apóstol.
En cuanto a Foreman, no había ido a socializar. No le importaban ese país perdido o sus habitantes, se limitaba a dejarse ver cuando entrenaba o paseaba a sus perros, mostrándose amenazante en las dos circunstancias, ya fuese porque el saco volaba con cada golpe aunque lo sujetasen, o porque sus dos mascotas eran las mismas que usaban los colonizadores belgas de Zaire. En cualquier caso, los lugareños y Muhammad Alí miraban para otro lado.
Cuando llegó el combate, el estadio rugía y pedía sangre. El entorno enfervorecido salido de una novela de Joseph Conrad pedía más, pedía un milagro de Alí, que esperaba contra las cuerdas a que éste llegase. Su táctica, dejar que el mayor pegador del mundo lo golpease hasta desfondarse, no sugería otra cosa.
Y entonces, ese milagro llegó. Cansado de apalear a Alí, Big George descuidó la guardia. Un puñetazo certero le sacudió el sudor del pelo a lo afro, salpicando a las filas cercanas con la sorpresa. Sin darle margen, la abeja volvió a picar, no una, ni dos, sino varias veces seguidas. La última no hizo falta: aturdido tras el ataque, el campeón imbatido trastabilló y cayó torpemente al suelo mientras Alí lo dejó derrumbarse. Pudiendo rendirlo definitivamente con otro puño, se guardó el golpe, no interrumpiendo la trayectoria de un Foreman ya vencido para no estropear la plasticidad del colapso.
Ali vencía contra pronóstico, de nuevo el héroe tumbaba al ogro, protagonizando una página épica a la que Norman Mailer le puso letra. El 30 de octubre de 1974, Ali simplemente lo hizo.