Toda generación es presentista: pensamos sin mucho acierto que descorchamos vivencias como el que estrena un gorro, y nada más lejos de la verdad. En lo tocante a las gradas, ahora que desde el Este se marca la pauta, muchos apelan a la ferocidad anglosajona como la madre hooligan del cordero, pero esto es aún más miope si cabe. Si pretender que la ultra-violencia de los aficionados nació en un bosque polaco es un gran fallo, tampoco lo es menos retrotraerse sin más a Heysel o a los skinheads de los 60. Sería quedarse a medias, y eso nos deja una sensación fatal.
Por suerte, estamos en Estambul, donde hace unos cuantos años una algarada entre hinchadas rivales llegó al paroxismo, causando 30 mil muertos y un golpe de Estado interruptus. Hablamos de la Revuelta de la Niká contra el emperador Justiniano, un bizantino de armas tomar que casi restaura el Imperio Romano, pero el de verdad. También él acabó por quedarse a medias, recuperando algunos trozos de Italia y de la Península (Ibérica, en este caso), pero los trapos más sucios estaban en casa, y aquí es donde entran los hooligans del s.VI (año 500 y pico).
Ya entonces las gentes se desmadraban en el Hipódromo y jaleaban aurigas cual si les fuese la vida en ello, demostrando que a nivel grada, el fútbol o los caballos son lo de menos. El que diga de nuevo lo de los tíos en calzoncillos corriendo tras un balón, que sea atado a un poste y que le disparen.
El caso es que unos gritaban para un equipo, los otros al otro, y más que colores había problemas: fractura social de la que se nutrían ambas hinchadas. Los Verdes eran la burguesía, que profesaba el monifisismo para más inri (una herejía de tantas), y los Azules, el establishment : terratenientes y aristocracia que defendían el cristianismo oficial. Pasemos al desenlace: la cosa se puso tensa y terminó como decíamos antes.
Hoy de ese hipódromo solo quedan dos de los obeliscos que había en la spina y la forma alargada que tiene la plaza. En cuanto a los ultras, no son una amenaza para el poder político, pero hacen bastante ruido. Pocos países merecen poner «infierno» al lado del gentilicio, pero el infierno turco es un clásico en lo que a hooligans se refiere.
Estadio del Besiktas, ubicado en un entorno privilegiado a pocos metros del centro y del palacio real.
Empezaremos por el final: no pude verlo en directo. No conseguí la entrada, y más por una cuestión burocrática (digámoslo así) que por falta de voluntad o conocimiento. Sabía por un amigo turco que como paso previo debía sacarme un abono, común en todo el país para poder asistir a espectáculos. Una vez obtenido, podría buscar entradas, pero en tiempos de postpandemia, las aguas bajan aún revueltas, y aquí los aforos están todavía dosificados. Con el estadio a medias, la prioridad sería atender a los socios, lo cual me dejaba casi sin posibilidades de pasar a la próxima ronda.
Fui por si acaso a las taquillas del Vodafone Park, un nuevo estadio remodelado con aire clásico y patrocinio doloso. Allí el taquillero lo resumió todo:
-Este partido es para turcos, no para los turistas.
La brusquedad fue involuntaria (creo), ya que buscaba en el traductor de google la respuesta adecuada, pero su inglés incipiente me ahorró explicaciones. Simplemente decía que no cuando intenté explicarle que solo buscaba mi Passolig, el abono inicial y condición sine qua non para obtener entrada. Su negativa fue lo de menos, pues hoy está todo en la aplicación de turno, pero ni los reventas eran fiables dadas las circunstancias, ni mis contactos en Estambul pudieron pasarme un ticket. Miraba de cuando en cuando el teléfono como un despechado que espera la notificación adecuada, pero no hubo más cambios. Me quedaría fuera por esta vez.
Así las cosas, renuncié también a ver el Fenerbahçe-Antalayaspor, que se jugaba un día antes del derby en la parte asiática. No fue pereza, sino de nuevo una lucha contra los elementos: el Passolig te da prioridad para obtener entradas de solo un equipo, y yo ya había elegido al Besiktas. También os digo que no me hundió perderme el equivalente turco al Atleti-Hércules. En una ciudad con los mismos habitantes que Holanda, lo que más sobra es oferta de ocio.
Llegó el partido y lo hizo a golpe de lunes, que es una forma en sí misma de rebajar el infierno turco a la categoría de veranillo. Como el partido era a las 20h y aquí en el Este anochece pronto, la cosa se fue enfriando y encima corría el aire. De todos modos, yo había ido a eso, y me acerqué al estadio tan pronto como a las cuatro: había tenido un error de cálculo. Efectivamente, el partido era a las 19h… hora española, una hora más aquí. Me comería cuatro horazas de prepartido, pero esperaba que mereciese la pena.
El tercer anillo: aficionados que se quedaron fuera. Antes, por exceso de gente, hoy por los recortes de la pandemia, todavía vigentes aquí. En las primeras imágenes, el estadio antes de la reforma.
No puedo decir que acertase. Otra de las secuelas de la pandemia que todavía colea es la prohibición de los desplazamientos de visitantes. Me quedaría sin ver el corteo del Galatasaray y el recibimiento acorde armado por sus vecinos. Tampoco vi la llegada conjunta de Carsi, Goodfellas o grupos de la afición del Besiktas, solo pandillas de amigos petando bengalas y haciendo más ruido que las hinchadas organizadas de muchos países. Porque esa es la gran diferencia aquí: anima hasta el utillero, y el resultado con las bengalas es ese ambiente infernal del que tanto hablamos.
En cuanto a los ultras, no hace falta contar que los turcos no son boy-scouts, pero he de decir que no vi pintas, ni tiparracos, ni hools furiosos. En estos tiempos cualquiera puede pintarte la cara, y jugando en casa y usando cuchillos para trinchar kebabs, hasta el imán de la mezquita más próxima te puede hacer un destrozo (que se lo digan a Delije, los jodidísimos hooligans del Estrella Roja), pero las gradas turcas no son pintorescas como esperaba. No hay casi influencia casual, skinhead o de esa estética resultado de mezclar capas y décadas de subculturas inglesas. Aquí el color lo pone la gente normal con un nivel de pasión y de ruido a prueba de bombas, amén de folklore local como los tíos con bombos y flautas de esas que sirven para encantar serpientes. Que se perdone mi eurocentrismo (o no), pero cada uno cuenta la historia según la vive.
Tras cuatro horas de ver la liturgia descafeinada por la pandemia y los tiempos modernos, me dirigí a una parte elevada desde la que se veía un trozo del interior del estadio. No se ve el campo, pero para los despechados es lo más parecido a estar dentro, y se escuchaba tal griterío que los asientos libres no concordaban con un volumen tan alto. Éramos unos cuantos en esa calle que rodea el estadio, formando un tercer anillo de aficionados que, tirando de demagogia y de filigrana, nos merecíamos estar dentro.
Al poco rato empezó el partido, que siempre es lo de menos (con más razón si estás fuera) y me fui caminando de vuelta a casa, llevándome la sorpresa de oír como despedida a la hinchada desde la plaza Taksim, cercana pero no tanto, e imaginándome como sería este derby en épocas más boyantes para el negocio.