En el Caribe, la Naturaleza apabulla hasta el punto en que ni siquiera en el centro de las ciudades se tiene la sensación de estar muy lejos de su dominio. Subyace la sensación de que, a la primera señal de abandono o debilidad, el verdor cubrirá de nuevo el asfalto para recuperar lo que considera suyo. Desde cualquier rincón se ve el perfil rotundo de alguna montaña que espera su turno para actuar, para infiltrar raíces bajo el cemento o fabricar la lluvia que arrasa todo de cuando en cuando.
En un paraje a medio camino entre el bosque salvaje y la periferia industrial, se encuentra el cementerio judío de Hunt’s Bay, a las afueras de Kingston y al lado del puerto, entre la selva pedestre y el centro de la ciudad. Se llega hasta él dejando atrás el cruce entre dos arterias, la que recuerda al prohombre Marcus Garvey y la carretera de Spanish Town. Es la tercera salida a la izquierda, aunque no haya carteles que nos lo indiquen. No es necesario en Jamaica, donde lo más directo es dejar que las cosas ocurran.
Hunt’s Bay es un claro entre la maleza ocupado por tumbas abandonadas. Recuerda a los cementerios de las novelas de Stephen King, donde un pacto con fuerzas atávicas podría causar desgracias terribles a los mortales. También se antoja una parcela cualquiera en un sistema de agricultura de rozas. A ratos resulta perturbador.
Panorámica general del cementerio hebreo de Hunt’s Bay (Kingston).
Mientras, las lápidas nos llevan al XVII, cuando los españoles hurgaban en las entrañas de América para cubrir con oro la cara del Viejo Mundo. Por el camino se tropezaron con los ingleses, que disputaron con especial inquina un dominio que no habían reconocido ni Portugal ni Francia. Tampoco Holanda, ni nadie, a decir verdad. En esas Indias distantes de todo escrúpulo, mandaba aquel que podía más.
Y qué decir de las tumbas? Datan de 1600 y tienen lemas en varias lenguas. Desde el 55 domina la inglesa, pero hay unas siglas que se repiten: «Sª» (sepultura) y SAGDG (Sua Alma Goze Da Glória). En medio de las grafías hebreas, se leen palabras en portugués. Estando en una ex-colonia británica, nos preguntamos por el motivo.
En el contexto de la disputa por el control de las Indias, cada nación ocupó lo que pudo, y aunque el Caribe no fue importante por su riqueza, era el lugar donde confluían los Virreinatos que estableció Castilla. Primero el de Nueva España, con capital en México, de California hasta Panamá. Después el Perú, que dominaba las posesiones de Sudamérica.
Mezcla de hebreo, portugués y emblemas piratas en las tumbas de Hunt’s Bay.
De ahí extraían oro (menguante) y plata infinita de Potosí, que transportaban de tierra adentro hasta los puertos clave de las Antillas: Veracruz y Cartagena de Indias. Tomar esas plazas sonaba arriesgado, por eso, aunque se intentó varias veces, la táctica más recurrente era el atraco a los galeones que navegaban a Europa. Si España cargaba el oro desde el Caribe, por qué no asaltar sus convoyes allí? Los años dorados de la piratería surgieron de esa manera, con simples robos patrocinados por Inglaterra, Holanda, o por aquel que aspirase a ser amo en el Nuevo Mundo.
Los ingleses fueron los que pusieron más ganas, moviendo sus piezas de forma amenazadora. Para tener una base avanzada, ocuparon la isla llamada Santiago, también conocida como Jamaica. Su posición estratégica dominaba las rutas de los convoyes a Europa y estaba cerca de Cuba y de La Española, alfiles hispanos que desde entonces corrieron peligro.
La ocupación se produjo en 1655 bajo el mandato de William Penn, almirante británico cuyos servicios fueron pagados con tierras en Norteamérica. El Estado de Pennsylvania lleva ese nombre en su honor y fue concedido a su hijo, que fundó allí Filadelfia, Ciudad del Amor Fraterno y primera capital de los Estados Unidos.
Pero volviendo a Jamaica, cuál era su utilidad? Como hemos visto, servir de base para atacar a los castellanos: sus posesiones, sus barcos, ciudades en tierra firme y en los alrededores. De ello se preocupaban piratas como sir Francis Drake, el de la Armada Invencible, o el célebre Henry Morgan, que contaban con el permiso de sus autoridades para asaltar a su antojo.
La posición de Jamaica resultaba estratégica para atacar los intereses españoles en toda América.
De esta manera, Jamaica y lugares vecinos, como la isla de la Tortuga, se convirtieron en repúblicas de bandidos centradas en la piratería. Filibusteros, corsarios y bucaneros de todas las nacionalidades se establecieron en ellas para asaltar a los españoles, en una suerte de criminalidad apátrida que convenía especialmente a Inglaterra.
Más preocupados por los negocios (de cualquier tipo) que por la vida eterna, los dirigentes ingleses llevaron a cabo una política de permisividad étnica y religiosa que atrajo a gentes de toda Europa, sumida en una querella eterna debida a cuestiones de fe. De todas las minorías que se instalaron en sus fronteras, destacaron por su papel los judíos.
De nuevo el rol de España resultó clave, pues si Inglaterra abría las puertas, Iberia se las cerraba. La célebre Sefarad de las tres culturas estaba ahora en manos de la cristiandad más obtusa, que respondió a las expectativas con una expulsión rigurosa. Los Reyes Católicos la decretaron en 1492, instando también a los portugueses a hacerlo en los años siguientes.
Los sefarditas se dispersaron de nuevo como en la época de las doce tribus, aunque los portugueses se dirigieron fundamentalmente a Inglaterra. En efecto, también los marrãos (judíos de Portugal) forman parte de Sefarad, aunque el complejo no superado de imperialismo fallido lleve a los españoles a apropiarse indebidamente de su significado.
Esa comunidad hebrea floreció en Londres, dando lugar a la aparición de celebridades como el economista David Ricardo o puede que el fish & chips, cuyos orígenes estarían en el «pescado frito a la manera judía», o lo que es igual, rebozado.
El corsario inglés Henry Morgan vs fortificaciones españolas en Cartagena de Indias. Dos caras de la disputa por un botín.
A más distancia moral y geográfica, algunos hebreos también destacaron por su destreza en Jamaica, colonia británica desde 1655 y base de los piratas más recordados de cualquier tiempo. Aunque ya ingleses por nacimiento y fidelidad, muchos de los más célebres bucaneros eran judíos en cuanto a cultura y origen, y así se veía en sus nombres y en los de sus embarcaciones.
Buques temibles como «Samuel, el Profeta», «La reina Esther» o «El escudo de Abraham» esquilmaban los galeones hispanos a golpe de cañonazos y espada, siguiendo las órdenes de tipos siniestros y ambivalentes como Yaakov Koriel, que comandaba tres naves corsarias antes de retirarse a estudiar la Cábala.
O David Abrabanel, el conocido Capitán Davis, descendiente de rabinos lisboetas dedicados a la oración y el estudio. Su odio a la cristiandad hispana y su Inquisición le lleva a aliarse con el hijo de Francis Drake y formar la Black Flag Fraternity, un cártel que suena a película de aventuras.
Pero quizás el protagonista de esta trama de realidad histórica sea Moses Cohen Henriques, de nombre tan clarificador como doloso para los españoles, pues en 1628 perpetró en Matanzas (Cuba) la mayor gesta en los anales de la piratería.
Convoy de la Flota de Indias y corte esquemático de un galeón español, buque fundamental de la misma. Fue un sistema de protección eficaz pese a episodios como el de 1628.
Aquella jornada, en esa bahía septentrional de la isla, esperaban el capitán judío y sus aliados de los Países Bajos, que buscaban la independencia respecto a España. Tras un ataque audaz y directo, tomaron intacta a la Flota de Indias, que se rindió sin apenas lucha en medio de la sorpresa.
Fue el mayor botín en casi 300 años de vida de un sistema de expolio tan eficaz que fue copiado por los americanos para abastecer a Inglaterra en la IIª Guerra Mundial. En todo el tiempo que va desde principios del XVI hasta finales del XVIII, tal gesta (o desastre) solo se repetiría tres veces, más una cuarta que terminó en naufragio inducido. En la batalla de Rande de 1702, los españoles hundieron sus buques antes de que el botín cayese en manos anglo-holandesas. Ahí sigue hasta nuestros días, en algún punto cercano a Vigo, cubierto por metros de fango que alimentan las especulaciones de mentes inquietas como la de Jules Verne, cuyo Capitán Nemo visita la ría gallega en busca del gran tesoro.
Pasado el tiempo, hasta los ingleses se hartaron de las hazañas de sus corsarios, que no conocían otra bandera que la codicia, representada por calaveras, tibias y un fondo negro amenazador. Esos emblemas perduran aún entre las letras hebreas y portuguesas de un cementerio de Kingston, donde en un claro entre la maleza, ya casi olvidados, reposan los restos de los piratas más duros de cualquier tiempo.